Tanto la Historia -el hombre sujeto al tiempo- como la vida -cuya
más sólida invención es la muerte- comparten una franca decadencia. Es algo que
se percibe cuando se asiste a progresos que se basan en la eliminación de lo
conquistado y a una vejez -el castigo por haber vivido-, cuya meta es la nada
absoluta. Es decir, cuando se descubre la inanidad de lo que se persigue y la
inutilidad de todo progreso. Es la síntesis de una obra de Emil M. Cioran (1911-1995)*, de la que extraigo
las siguientes píldoras:
La mayor proeza de mi vida es la de seguir aún con vida.
Dichosos los que ignoran que madurar es asistir al
agravamiento de sus incoherencias y que ese es el único progreso del que
debería estar permitido vanagloriarse.
Quien desea instalarse en una realidad u optar por un credo
sin llegar a conseguirlo, se dedica por venganza a ridiculizar a quienes lo
logran espontáneamente.
Las sectas permiten que el ciudadano dé libre curso a su
locura.
Estamos resentidos, sobre todo, con los animales. Puesto que
nos está prohibido el encanto de la existencia irreflexiva, de la existencia
como tal, no podemos tolerar que otros gocen de él.
La muerte es un estado de perfección, el único al alcance de
un mortal.
Existir es un fenómeno colosal… que no tiene ningún sentido.
Cualquier acto de valor es obra de un desequilibrado. Los
animales, normales por definición, siempre son cobardes, excepto cuando se
saben más fuertes, lo cual es una pura cobardía.
El paso del tiempo, la emergencia y el desvanecimiento de
cada instante, la interminable descomposición del presente.
El verdadero escritor escribe sobre los seres, las cosas y
los acontecimientos, no escribe sobre el escribir, utiliza palabras pero no se
detiene en las palabras.
Lo que escribimos no da sino una imagen incompleta de lo que
somos, debido a que las palabras sólo surgen y se animan cuando estamos en lo
más elevado y en lo más bajo de nosotros mismos.
Mi misión consiste en matar el tiempo y la de éste es
matarme a mí. Entre asesinos nos llevamos de perlas.
No perder nunca de vista que la plebe lloró a Nerón.
Deberíamos recordar esto cada vez que nos veamos tentados por alguna quimera.
Es necesariamente vulgar todo aquello que está exento de un
ligero toque fúnebre.
La amistad es un pacto, una convención. Dos seres se
comprometen tácitamente a no airear nunca lo que, en el fondo, cada uno piensa
del otro. Ninguna amistad soporta una dosis exagerada de franqueza.
Cada individuo que desaparece (muere) arrastra el universo
tras de sí. Nuestra conciencia es la sola y la única realidad.
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*Desgarradura, de E. M. Cioran. Editorial Austral/Tusquets.
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