Mis sensaciones están unidas a la experiencia. Y esta a la
memoria. No descubro nada nuevo porque Aristóteles ya había afirmado, hace
siglos, que la experiencia surge de la sensación y la memoria, y que era esta facultad la que constituye la sustancia de la historia, de cada historia personal. Por
eso, cuando el tiempo comienza a estornudar al final del verano, mi memoria enseguida
me transporta a los días de otoño y me hace anhelar aquellas sensaciones en que
los árboles se desnudan de sus hojas verdes, las brumas acarician los valles
y la espesura de los montes se llena con los bramidos lujuriosos de los
venados. Son recuerdos de experiencias vividas y de sensaciones que me hicieron
estremecer y que quedaron, para siempre, grabadas en mi memoria. Es esa memoria la
que me define y estructura mi historia, haciéndome sentir una predilección por el
otoño que, cada año, cuando los días se enfrían y las primeras lluvias riegan
la tierra, me embarga irremediablemente. Cada otoño hace un surco en mi memoria
para que de ella brote, como de los campos labrados, el fruto del que se alimenta
mi personalidad. El otoño me llena de sensaciones que remiten a la experiencia
y refuerzan la memoria. A esa memoria que guardo del otoño como una estación
fascinante que cada vez aprecio más.
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