El 23 de septiembre marca el inicio del otoño. Tal fecha supone,
en el ciclo de las estaciones, el final del verano, que este año coincide casualmente
con el aborto de la legislatura más corta de la democracia, supersticiosamente
la número XIII, que surgió de las elecciones del pasado mes de abril. Un aborto
de cinco meses por culpa de quienes fueron elegidos para que la criatura
gubernamental naciera y tuviera una vida dedicada a desarrollar todas sus
capacidades y potencialidades, que no son pocas, pero que nada hicieron por
salvarla. Se limitaron a comportarse como anticuerpos del organismo
parlamentario que hicieron inviable el nacimiento de un gobierno que los españoles
aguardaban con una mezcla de esperanza y consuelo. Consuelo por acabar con las
incertidumbres que desde hace cuatro años impiden que se cumpla el mandato temporal
de una legislatura completa. Y esperanza por disponer de un gobierno que deje
descansar a los ciudadanos de tantas convocatorias electorales y se ponga manos
a la obra durante cuatro años en la elaboración de iniciativas beneficiosas al interés
general. Pero no pudo ser.
El verano agotó su ciclo astronómico, pero la legislatura ni
siquiera comenzó el suyo, a pesar de que parecía más fácil, en teoría, cumplir
con el calendario legislativo que con el estacional, amenazado este último por
el cambio climático, los desmanes medioambientales del ser humano y el egoísmo
que nos lleva a arrasar con la flora, la fauna, la pesca, el agua, la tierra y
hasta el oxígeno de la atmósfera con tal de enriquecernos hoy, aunque nos
condenemos a un futuro de recursos esquilmados. Sin embargo, la estación veraniega
culminó su duración sin grandes sobresaltos, pero la legislatura fue fallida, a
consecuencia de una investidura igualmente fracasada del candidato que debía,
por aritmética parlamentaria, ocuparse de formar gobierno e iniciar la
actividad que los ciudadanos le habían encomendado. Estos últimos cuatro años
de gobiernos disfuncionales han propiciado una parálisis de la actividad
legislativa que comienza a repercutir en el bienestar de los españoles y en el rumbo
del país.
Desde 2015, la elaboración de leyes y políticas de Estado ha sido el
más bajo en decenios. Sin mayorías ni estabilidad, los Ejecutivos se han limitado
al día a día de la rutina burocrática estatal, sin poder implementar iniciativas
transformadoras que determinan el modelo de sociedad y de país. De hecho, ni
presupuestos actualizados se han podido aprobar desde 2016 a causa de unas
Cortes Generales fragmentadas en las que el consenso y los pactos parecen inalcanzables.
La sequía legislativa es pertinaz, como la pluvial. Las grandes reformas
prometidas siguen reposando en el cajón de los buenos propósitos o en los
programas electorales que los propios partidos ni se molestan en leer, a la
espera de que confluyan las circunstancias oportunas. Y es que los intereses
partidistas priman sobre los generales, lo que explica, en gran medida, el
bloqueo político y la crónica parálisis gubernamental que sufre España desde
hace cuatro años.
Por cuarta vez en casi un lustro los ciudadanos se ven obligados
a acudir a las urnas para intentar remedar la ineptitud de unos dirigentes
políticos que son incapaces de dialogar, negociar y pactar acuerdos, cumpliendo
la voluntad popular. Prefieren abortar la legislatura a llevarla a buen término.
Transfieren la culpa a los ciudadanos de unos actos de los que sólo los políticos
son responsables: el de no saber ponerse de acuerdo para trabajar por el bien
común. Y, en el colmo del cinismo, se presentan los mismos candidatos para que
vuelvan a ser elegidos, reiterando los mismos argumentos tóxicos de mezquindad
y reproches que llevan años intercambiándose. Ante tal pérdida de fertilidad
legislativa y credibilidad política, sólo queda el triste consuelo de que, un
año de estos, se alumbre un gobierno que de verdad sirva al interés nacional.
¿O seremos un país estéril en el que sólo las estaciones climáticas son
fértiles?
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