¿A qué va Donald Trump al Reino Unido? El momento de la
visita no podía ser más inoportuno: con la primera ministra británica dimitida,
aunque en funciones, y con el problema del Brexit más enconado que
nunca, sin acuerdo para una salida “ordenada” de Inglaterra de la Unión
Europea. Como si escogiera la fecha adrede, el presidente de EE UU parece que ha
ido a Gran Bretaña a echar gasolina al fuego y pavonearse ante la reina como un
vaquero que aprecia más sus reses que a sus vecinos y que desprecia lo que
ignora, aunque lo lleven a un concierto de música clásica, rodeado de lores y demás aristócratas ingleses. El presidente-empresario, cuyo mérito ha consistido
en amasar una fortuna que le ha permitido codearse con lo más rancio del partido
republicano para, con “ayuda” soviética y de la mano de Steve Bannon, auparse a
la Casa Blanca y vestir la chaqueta de comandante en jefe del mayor y más
poderoso ejército del mundo. No es triunfo despreciable, pero para el que no
está capacitado. Y lo demuestra cada vez que abre la boca, escribe un tuit o hace
una visita al extranjero, como ésta a la pérfida Albión.
Fiel a su estilo faltón y provocativo, el más extraño a los
usos diplomáticos, Trump “caldeó” su visita publicando tuits ofensivos contra
el alcalde de Londres, Sadiq Khan, al que calificó de “perdedor irrecuperable”,
por haber criticado su visita, y de ser un alcalde terrible para la ciudad, tal
vez porque en ella no se producen las periódicas matanzas que protagonizan los
norteamericanos que poseen armas de fuego. En otro mensaje aconsejaba al
Gobierno británico abandonar la UE, sin pagar ninguna factura, y cuestionaba a
la premier Theresa May por su fracaso en las negociaciones del Brexit, motivo de su dimisión, al tiempo que mostraba sin recato su apoyo al
euroescéptico Boris Johnson como sucesor de ella en Downing Street. También se
permitía recomendar al eurófobo Nigel Farage -líder del partido ultranacionalista
que provocó el referendo de la discordia, para responder con “taza y media” a
los negociadores burócratas de Bruselas. Esta es su manera de tratar a los
anfitriones de su visita oficial al Reino Unido, con una cortesía propia en establos, además de mostrar su particular visión sobre las relaciones
internacionales y la consideración que le merecen los países aliados de EE UU. Aquella
regla no escrita de la diplomacia, relativa a obviar en las visitas de Estado cualquier
alusión que pueda considerarse una intromisión en los asuntos internos del
anfitrión, ha sido olímpicamente pisoteada por el impulsivo presidente Trump. A
él no le van las sutilezas.
Claro que su comportamiento tampoco ha cogido por sorpresa a
nadie. A estas alturas de su mandato, el mundo entero conoce al procaz
presidente norteamericano y su forma de proceder, en la que no escatima
insultos, amenazas y descalificaciones groseras para conseguir sus propósitos. Con
esa estrategia ha ido al Reino Unido, obsesionado por conseguir que el país
consuma su separación de la Unión Europea, ofreciéndole para ello el mejor y
más goloso acuerdo bilateral de ayuda comercial jamás firmado entre ambos
países, como si el resto de Europa sea el enemigo. Es la misma estrategia que
está llevando a cabo con su plan-haraquiri de Palestina, a la que también promete ayuda futura, si firma la rendición que su yerno le ofrece para acabar con su conflicto con Israel, al que todo le consiente sin rechistar. En suma, es su
forma de hacer negocios: presionar, amenazar y chantajear. Y cree que gobernar
se hace de igual modo.
Los ingleses deberían tener en cuenta, antes de firmar nada,
la validez que Trump concede a los acuerdos y tratados que asume, como el de
Libre Comercio con México y Canadá, el cual ignora a la hora de elevar arbitrariamente los
aranceles de lo que importa del país centroamericano para chantajearlo por el
problema migratorio. Ni la palabra ni la firma del actual presidente
norteamericano sirven para garantizar ningún compromiso, sea económico o
político, que permita unas relaciones entre países en condiciones de respeto y
equidad. Ya lo demostró con el abandono del Acuerdo sobre el Cambio
Climático, su desvinculación con el suscrito con Irán para el control de su
plan nuclear y hasta con su denuncia del Tratado de limitación de misiles
balísticos con Rusia. Su “America first” se traduce como “el negocio, lo
primero”: ganar en todos los campos en los que EE UU está implicado, aunque
ello comprometa el equilibrio y la convivencia pacífica entre las naciones.
Y por eso va al Reino Unido: a apoyar, prometiendo en tal
caso un acuerdo “fenomenal”, un Brexit duro cuestionado por una
mayoría de ingleses -de ahí las resistencias a celebrar un segundo referendo-, y
que debilita el proyecto de una Europa unida, a la que combate por todos los
medios posibles y a la que amenaza con represalias si continúa con los planes
para dotarse de una fuerza militar conjunta y autónoma que de alguna manera escape
de la dependencia, no militar pero sí comercial, con la poderosa industria
armamentística yankee. Más que la seguridad, persigue el beneficio y la
preponderancia comercial. Si la moneda europea y Airbus ya hacen competencia al
dólar y a la industria de aviación y aeroespacial de EE UU, Donald Trump no
está dispuesto que la UE se fortalezca en otros ámbitos, como el militar y
hasta el automovilístico. Busca dividir a los países miembros de la UE con sus
proclamas ultranacionalistas y aislacionistas, alentando por un lado el Brexit
británico e incubando, por el otro, la eurofobia a través de partidos ultraderechistas que,
con ayuda de Bannon, esparce por todo el Continente. Su exigencia de que los países
europeos destinaran mayores recursos a Defensa no significaba que se
fortalecieran, sino que aumentaran sus compras militares a empresas
norteamericanas.
Su mentalidad empresarial, que no de hombre de Estado, es la
que lo impulsa, también, a abrir una guerra comercial con China, no por los
peligros de seguridad a los que alude como pretexto -el país que más espía a
través de Internet, telefonía y redes sociales es EE UU-, sino por su aventajado
dominio en tecnología 5G, la que impulsará un salto cualitativo en la
comunicación, las redes sociales y en el ecosistema del Internet de las Cosas.
Huawei no representa mayor peligro para los usuarios que Google, Facebook o
Microsoft, cuyos abusos de posición empresarial dominante y por utilización de
la información supuestamente confidencial que disponen de sus clientes han sido
repetidamente demostrados. El peligro real es la política expansiva de China
como potencia emergente a escala internacional, capaz de competir con la
supremacía estratégica de USA en el mundo. Pero Trump sólo advierte de la competencia
económica y comercial que representa China para los intereses de EE UU.
Su capacidad intelectual y sus modos rústicos no dan para
más, para disgusto de sus compatriotas más ilustrados y preocupación para las personas
sensibles del mundo, las cuales temen acabar sufriendo las consecuencias de sus
bravuconadas. No es de extrañar que su visita oficial al Reino Unido desate las
manifestaciones ciudadanas en su contra, aunque él las considere fake news,
los recelos de buena parte de la clase política, incluidos los conservadores
-Boris Johnson ha evitado fotografiarse junto a él- y la incomodidad de la
monarquía y el Gobierno británicos, a pesar de su flema, con la presencia de un
presidente tan imprevisible como osado (como la ignorancia), al que la propia May
tuvo que explicarle cómo es el Sistema Nacional de Salud inglés ante su
pretensión de incluirlo en las negociaciones sobre el futuro acuerdo “fenomenal”.
Aparte de entrometerse en la decisión de un probable
abandono de Gran Bretaña de la UE y su interés por causar la división entre los
países europeos, muchos se preguntan: ¿A qué va Donald Trump al Reino Unido? Parece evidente que no fue a conmemorar el 75 aniversario del desembarco en
Normandía, del 6 de junio de 1944, con el que dio comienzo la fase final de la II
Guerra Mundial hasta la rendición del Ejército de Hitler. No ha ofrecido ni un
discurso en el Parlamento -donde no fue invitado- ni una ofrenda de flores por aquellos
luchadores aliados, liderados por unos EE UU diametralmente opuestos a la
mentalidad que encarna Trump (insolidario, aislacionista, unilateral, xenófobo
y reacio a liderar la lucha por la democracia, la libertad y la paz en el planeta),
que entregaron sus vidas por liberar a Europa de las garras del nazismo. Es lo
que hubiera hecho un político de talla de gran estadista, pero lo que no se le
ocurre a un mercanchifle de luces cortas metido en política. Como si lo
empujaran para figurar, sólo acudió, junto a otros 15 líderes mundiales, al acto celebrado
en la ciudad de Portsmouth, desde donde partieron las tropas aliadas rumbo a
Normandía. La mayor hazaña de EE UU en defensa de los valores occidentales por
un mundo libre, sin importar el precio, quedó relegada a los intereses mezquinos
y sectarios del populista Donald Trump. Para eso, mejor que no hubiera ido al
Reino Unido.
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