Como parece que no existen bastantes conflictos en el mundo,
los EE UU de Donald Trump están preparando concienzudamente un motivo, una
excusa con la que actuar “manu militari” contra Irán y contrarrestar su
influencia en Oriente Próximo. Ya no le bastan las sanciones económicas que
castigaban al régimen de Teherán y que Barack Obama, el anterior presidente
norteamericano, había prometido suspender si los persas acataban, como hicieron,
el Plan Integral de Acción Conjunta (PIAC) con el que se limitaba y supervisaba
el programa atómico de Irán a cambio del fin de las sanciones. Era un Tratado de
No Proliferación firmado, en 2015, por Irán, China, Rusia, Reino Unido,
Francia, Alemania y EE UU, que suponía un mecanismo eficaz para controlar la
carrera armamentística nuclear del país árabe y, por extensión, de todo Oriente
Próximo. Y un éxito diplomático en las relaciones internacionales a la hora de abordar
los problemas de manera pacífica y razonable.
Pero, nada más llegar a la Casa Blanca, Donald Trump decidió
retirarse del acuerdo y comenzar a denunciar a Irán de continuar con su
programa de desarrollo de energía atómica con la pretensión de dotarse, en
cuanto consiguiera el uranio enriquecido necesario, de la bomba nuclear. Sin
pruebas ni evidencias contrastadas, también volvió a implantar las sanciones que
causan estragos en la economía del país islámico y exigir al resto del mundo (Europa
y Japón, fundamentalmente) que se abstuviera de mantener negocios con Irán si
quería evitar las represalias estadounidenses. Para presionar aún más,
Washington empezó a advertir de una creciente inseguridad en el golfo de Omán, estrecho
por donde circulan los petroleros que transportan una cuarta parte del petróleo
mundial procedente no sólo de Irán, sino también de Irak, Kuwait, Emiratos
Árabes y, sobre todo, Arabia Saudí. En medio de ese clima prebélico, se perpetran
sospechosos sabotajes y explosiones en cargueros que navegan por aquellas
aguas, sin producir daños mayores (no hay vertidos) ni víctimas, de los que EE
UU acusa inmediatamente a Irán, señalando directamente a su Guardia
Revolucionaria. Ataques que coinciden con la visita del primer ministro
japonés, Shinzo Abe, a Irán, interesado en mediar en el desencuentro irano-estadounidense.
Y aunque Irán niega toda responsabilidad, Trump ordena el envío de mil soldados
adicionales al contingente desplegado en sus bases en la región y el refuerzo,
con la suma del destructor USS Mason, de la flota que ya controla aquellas
aguas tan estratégicas para los intereses de EE UU y demás países que mantienen
negocios con las petromonarquías árabes.
Destructor USS Mason |
Es evidente que Irán no es un país angelical y que su
voluntad por extender su influencia religiosa y política en la región,
especialmente en Siria, Líbano, Bahréin y Yemen, es indudable. El conflicto
religioso entre chiitas (Irán) y sunnitas (Arabia Saudí) enfrenta a ambos
países y a sus partidarios por el liderazgo en el mundo musulmán. La teocracia
iraní no oculta su intención de exportar su modelo a otros países musulmanes del
área, apoyando revueltas y grupos armados que propugnan la supremacía chií en
Oriente Próximo. Los levantamientos producidos durante lo que se denominó la “Primavera
árabe” permitieron a ambos contendientes manipular esos trastornos y conflictos
nacionales para expandir su influencia, pero también aumentar su mutua
rivalidad. Y lo más grave y que no se puede consentir: Irán está ganando esa
lucha regional, no sólo por los éxitos de su política, sino por los fracasos y
errores de la política saudí, tan deplorable o más, si cabe, que la iraní.
Sin embargo, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes y,
especialmente, Israel cuentan con un poderosísimo aliado con capacidad de
corregir los desequilibrios estratégicos en la zona, aún a costa de alborotar
un avispero que luego no sabe cómo calmar. Un aliado que vuelve a utilizar las
mismas estratagemas y mentiras con las que suele elaborar excusas para
involucrarse directamente en conflictos que sacian su codicia imperialista. Así,
alegando un falso atentado al Maine, buque de su armada intencionadamente
arribado en La Habana, arrebató a España los territorios de Cuba, Puerto Rico y
otras posesiones españolas en el Pacífico, tras participar en sus guerras de
independencia. También justificó su intervención en la Guerra de Vietnam con
otro ataque a navíos de su armada, guerra que sólo sirvió para calcinar aquel
país con napalm y acabar abandonándolo de mala manera. Y maquinó lo de las “armas
de destrucción masiva”, con la complicidad de los manijeros que siempre aplauden
al matón, para invadir Irak, eliminar a Sadam Hussein (un sátrapa, puesto por
los propios EE UU, que se reveló) y dejar al país hecho unos cromos. Muchos de
los actuales problemas en Oriente Próximo provienen de esas actuaciones occidentales
en el mundo musulmán, sin respetar sus creencias, costumbres, cultura y modelo
social, tras décadas de colonialismo y vasallaje.
Carguero atacado en el Golfo de Omán |
Ahora, guiados por esa mente privilegiada que habita la Casa
Blanca, vuelve la fabricación de motivos que permitan “arrinconar” a Irán y
dejar el campo expedito a los socios de EE UU en la zona -Israel y Arabia Saudí-,
puesto que las sanciones y la diplomacia no logran doblegar al régimen de los
ayatolás. Claro que, por supuesto, también existen cuestiones geoestratégicas
que enfrentan los intereses de Rusia y China, por un lado, y los de EE UU, por
otro, que utilizan estos países y sus conflictos regionales como peones de una
partida de ajedrez por la supremacía mundial. Arabia Saudí, monarquía totalitaria
y cuyo príncipe heredero está involucrado, según informe de una relatora de la
ONU, en el asesinato del periodista saudí opositor Yamal Khahoggi, pretende la
hegemonía sunní en la región o, al menos, impedir la amenaza que representa
Irán, que lidera la rama chií del Islam. Su alianza con EE UU la protege,
incluso, de las sospechas que desataron que Bin Laden, el terrorista que lideró
el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, sea de nacionalidad saudí, país donde
emprendió su lucha contra Occidente. E Israel, como se sabe, no tolera que
ningún país árabe tenga capacidad de hacerle frente, para lo cual recurre, si
es necesario, a eliminar físicamente -no legalmente- las instalaciones, regímenes
e individuos que considera peligrosos, como hizo en Irak, Líbano, Siria o con particulares
-selectivos- palestinos.
No ayuda a este embrollo que Irán, al que EE UU vuelve a
castigar con sanciones económicas, reaccione con la amenaza de recuperar su programa
atómico e, incluso, abandonar el Tratado de No Proliferación que tanto trabajo
ha costado pactar. En tal caso, se retornaría a la casilla de salida de una
situación de mutuos chantajes que podría desembocar en una nueva guerra de
pronóstico incierto y perjudicial, sea cual sea el resultado, para las economías
dependientes del petróleo. Y en la que actuarían Rusia, aliada de Irán, que no
se quedaría de brazos cruzados para defender unos intereses que le permiten una
salida al Mediterráneo e Índico, y China, que hace lo propio para prolongar sus
enlaces ferroviarios a través de Irán y que se halla envuelta en una guerra
comercial con EE UU.
Demasiados intereses en juego en un conflicto de dimensiones
estratégicas, en el que no bastan las bravatas habituales de anunciar que se “barajan
todas las cartas” ni enviar barcos hospitales como propaganda samaritana (como
se hace con Venezuela). Por mucho que se construyan excusas que parezcan justificar la intervención que se busca, los antecedentes evidencian que el mundo gira movido
por el egoísmo, la hipocresía y la indignidad de los poderosos.
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