Que la vida es breve, a pesar de que lo advirtiera el poeta,
sólo se reconoce cuando los años se acumulan entre las arrugas de la piel y en
la turbidez de unos ojos cansados. Entonces, resulta fugaz lo que en cada
momento nos parecía eterno y ofrecía todo el tiempo del mundo para
desperdiciarlo en ilusiones que nos hacían creer dioses. Ahora, cuando el final
acecha cada amanecer como si fuera el último, la nostalgia obnubila la memoria
y la biografía de lo que fuimos con la indulgencia bondadosa de una
reconsideración más complaciente que crítica. Añoramos aquel pasado con la
resignación caritativa de quien hizo lo que pudo, no lo que quiso o no quiso
hacer con su vida y en la vida. Recreamos el amor con la fantasía romántica de
un poema que pretende ser lírico y que sólo evoca bajos instintos confundidos con
elevados sentimientos y pasiones platónicas. Y que transmuta al verdugo de las
fechorías que cometimos en la víctima del infortunio y un destino
inmisericordes. Olvidamos con demencia senil los daños de nuestra arrogancia
juvenil para recordar sólo los lamentos de nuestra decrepitud. Es fácil y hasta
reconfortante abandonarse en esa nostalgia inútil a la que nos predispone la
senectud para recrear literariamente lo que fuimos incapaces de ser: ni tan
guapos, ni tan buenos, ni tan listos, sino simples mediocres que lloran de espanto cuando están
a punto de descubrir, como pensaron los griegos, la ominosa inconstancia de
nuestra transitoria y dolorosa existencia, en la que ni Dios es una verdad
racional.
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