Europa, el proyecto más ambicioso de unidad política entre
las naciones del Viejo Continente, se juega su futuro en las elecciones al
Parlamento europeo del próximo domingo, en las que participan cerca de 380
millones de personas, mayores de 18 años, repartidas entre los 28 países
miembros. España elegirá a 54 de los 751 diputados que componen el Europarlamento,
la institución que representa a los ciudadanos y la encargada de elaborar
las leyes, junto al Consejo, aprobar el presupuesto de la Unión Europea (UE) y controlar al Gobierno europeo. Su importancia, por tanto, es capital para los
ciudadanos porque, por decisión democrática de todos ellos, es cómo se fija el
rumbo y se establecen los mecanismos de la maquinaria comunitaria. Pero, en
esta ocasión, estas elecciones vienen impregnadas de un serio peligro, por
cuanto el proyecto de unidad y los valores que lo animan están amenazados por
la presencia en las instituciones de la UE de una serie de partidos radicales antieuropeos
que persiguen destruir, desde dentro, el mayor logro jamás conseguido por la
paz, la democracia y la prosperidad en esta parte del mundo llamada Europa,
solar de dos guerras mundiales a las que nos condujo nuestra desunión y
enemistad.
Y es que un proyecto complejo y singular de unión de países
soberanos, sin constituir una federación -como los Estados Unidos de América- ni
diluirse en un ente interestatal de nuevo cuño -como la ONU-, sino compartiendo
soberanía para ser más fuertes y tener mayor capacidad de influencia en el
mundo, representa un reto que desata la ojeriza de las potencias establecidas y
de las fuerzas nacionalistas que temen perder privilegios. Son muchos, pues,
los enemigos externos, pero sobre todo desde el interior del propio Continente,
que desean la desaparición de un proyecto comunitario capaz de convertirse
-como ya lo es-, por la suma de las fuerzas de los países que lo integran, en un
interlocutor poderoso e imprescindible a escala planetaria por su potencialidad
económica, política, cultural y social. No cuesta trabajo imaginar que tanto
Donald Trump como Vladimir Putin encarnan esas amenazas externas, pero no se
subraya lo suficiente el enorme peligro que representan para la UE las
formaciones ultranacionalistas y eurófobas que pretenden constituir el tercer
grupo del Parlamento europeo, por número de escaños, si logran alcanzar tal
representatividad en las próximas elecciones. En nuestro voto está la
posibilidad de materializar o despejar tal peligro que mantiene a Europa en la
encrucijada más seria de su existencia.
Realmente, los ciudadanos europeos, en general, y los
españoles, en particular, desde que accedimos al club en 1986, se juegan mucho en
estas elecciones que deciden el futuro de la UE. La pertenencia de España a la
Unión Europea ha consolidado nuestra democracia y ha fortalecido sus
instituciones, obligadas a regirse por los parámetros democráticos de rigor y transparencia
que se exigen desde Bruselas. Sin democracia no es posible el acceso al
proyecto comunitario de Europa. Ni fuera de ella se disfrutaría de la libre
circulación y residencia de los ciudadanos europeos en todos los Estados
miembros. Con Europa hemos comenzado a viajar al extranjero y sentirnos como en
casa en cualquier habitación de este hogar común, sin necesidad de pasaporte ni
cambiar de moneda. Incluso para trabajar, puesto que formamos parte de un
mercado único en el que también los trabajadores, las mercancías y los
capitales circulan libremente. No obstante, nada de lo anterior puede darse por
sentado, ya que los partidos de ultraderecha pretenden recuperar las fronteras
y proteger sus negocios nacionales con aranceles intracomunitarios y controles
aduaneros para las personas. Un peligro que se evidencia con el Brexit del Reino Unido y las proclamas antieuropeas
de Matteo Salvini en Italia, Jean-Marie Le Pen en Francia, Viktor Orbán en
Hungría o Santiago Abascal en España, entre otros.
Nada es seguro y todo está en juego en estas elecciones al
Parlamento europeo. Unas elecciones tan decisivas para el futuro de la Unión
Europea como aquella primera piedra del proyecto que se puso, en 1952, con el
acuerdo de constituir una Comunidad Europea del Carbón y del Acero con la que empezamos
a compartir recursos. Desde entonces, la UE ha conseguido muchos logros de los
que España se ha beneficiado. Más de 40.000 estudiantes españoles han tenido
oportunidad de realizar estancias en otros Estados para cursar estudios bajo el
programa Erasmus. Gracias a los planes de convergencia y las políticas de
cohesión, nuestro país fue receptor de recursos económicos que modernizaron
infraestructuras y adaptaron su economía para el desarrollo en igualdad de
condiciones con la Europa más avanzada. Y participamos de un mercado único de
bienes y servicios que abarca a veintiocho países, con más de 500 millones de
ciudadanos y potenciales clientes. También asumimos los valores de la UE en el
ámbito internacional, como son promover la Democracia, el Estado de derecho,
los Derechos Humanos y la Libertad, el respeto a la dignidad humana y los
principios de igualdad y solidaridad con otros países y organizaciones del
mundo. Y afrontamos retos conjuntamente, como el cambio climático, la
desigualdad y la pobreza, y el fenómeno de la inmigración y los refugiados que huyen de países de nuestro entorno continental. Incluso podemos enfrentarnos con más
fortaleza a desafíos, convirtiéndolos en oportunidades, que un país en solitario no podría afrontar, como la guerra comercial
que ha desatado Trump entre EE UU y China y sus amenazas de imponer aranceles
a las exportaciones comunitarias hacia su país, ignorando cómo funcionan las
cadenas de valores en una economía global e integrada.
También, hay que reconocerlo, la UE ha sido prolija en
decepciones y quebraderos de cabeza, con esas políticas de austeridad
intransigente que impuso para combatir la última crisis económica y que tanto
han empobrecido a la población de sus socios más vulnerables y débiles, como
Grecia, Portugal y España. Y con su actitud vacilante y poco unitaria -y
humanitaria- frente al problema de la migración y los refugiados, despertando
el recelo y los resentimientos de una parte importante de la población en
Europa, cuyos temores han servido para alimentar el despertar de los partidos xenófobos,
racistas y ultranacionalistas de extrema derecha en el Continente. Y, ahora,
estas formaciones filofascistas, que niegan la esencia de Europa -sus valores y
principios- y aprovechan los miedos exacerbados para convertirlos en un
problema nacional de identidad, quieren tener capacidad de influencia dentro de
la propia UE para desnaturalizarla y destruirla desde dentro.
Su objetivo manifiesto, tras los resultados que consigan en
estas elecciones al Parlamento europeo, es coordinarse para constituir un
bloque, similar al de conservadores y progresistas, de euroescépticos y
antieuropeos. De hecho, muchos de ellos, como Le Pen, Wilders y Orbán, se
congregaron en Milán, invitados por Salvini, para cargar contra la UE, los
inmigrantes, el islam y la “oligarquía” de esa élite de “extremistas” que han
gobernado Europa en los últimos 20 años. Nada de lo avanzado les parece
positivo.
Si permitimos, con nuestro voto, que estos grupos infecten con
su odio y radicalidad las entrañas de Europa y su proyecto de unidad, que no
sólo nos ha proporcionado mayor fortaleza que por separados, sino que además
es el mayor proveedor de programas de ayuda al desarrollo y ayuda humanitaria
del mundo, estaremos retrocediendo en la Historia y retornando a las viejas
naciones enfrentadas y egoístas, empeñadas en combatirse mutuamente hasta la aniquilación.
Tal es la encrucijada a la que se enfrenta Europa en estas próximas elecciones.
Y tal es el problema que a todos nos afecta, porque Europa no es algo lejano y
extraño, sino nuestra realidad cotidiana e inmediata. Afortunadamente, somos
Europa aunque nos pese y somos ciudadanos europeos, amparados por la Carta de
los Derechos Fundamentales de la UE, que disfrutan de un lugar privilegiado de
libertades y derechos como pocos en el mundo. No es cuestión de echarlo todo
por la borda.
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