jueves, 11 de abril de 2019

Política hiperbólica


Desde que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, decidiera el 15 de febrero pasado convocar elecciones generales anticipadas, a celebrarse el próximo 28 de abril, los partidos políticos en España se han entregado a una frenética campaña que, sin esperar al comienzo oficial de la misma, los ha llevado a exagerar los problemas, magnificar sus propuestas y denostar hasta la infamia al adversario con el único propósito de diferenciar su marca como la única capaz de solucionar los problemas y ganarse la atención del ciudadano. Las alternativas que ofrecen estas formaciones al electorado descansan en un “relato, descripción o noticia que presenta las cosas como más graves, importantes o grandes de como en realidad son”, según la acepción de hipérbole que puede consultarse en el diccionario María Moliner. La intención de todos ellos no es debatir los asuntos que interesan o preocupan a la gente para que se conozcan sus propuestas, sino la de convencer al ciudadano para que les vote, recurriendo, incluso, a ignorar la verdad o negar hechos irrefutables. Lo que de verdad les importa, y por ello compiten a cara de perro, es ganar las elecciones, superar a los rivales y acceder al poder o, lo que es lo mismo, hacerse con el gobierno.

Con tal finalidad, se han lanzado frenéticamente a exagerar los defectos de los rivales y las bondades propias, pintando un panorama apocalíptico de la realidad y advirtiendo de las catástrofes que penden sobre nuestras cabezas si los contrincantes logran vencer, por sí solos o en coalición, estos comicios. Un dramatismo tan desaforado que impregna, incluso, al período previo de la campaña de una tensión innecesaria por el radicalismo con que se desarrolla la confrontación. Como si, para algunos, la democracia padeciera en la actualidad mayores peligros que cuando un teniente coronel de la Guardia Civil asaltó el Congreso de los Diputados, en febrero de 1981, para intentar un golpe de Estado, armas en ristre, que, afortunadamente, resultó fallido. O como si las dificultades económicas, tras la última crisis financiera, mantuvieran al país sin capacidad de generar riqueza, crear -aunque lentamente y en precario- empleo y no pudiera competir con oportunidades en el mercado global. O nos halláramos al borde de una ruptura del país por culpa de quienes aspiran a la independencia en Cataluña y los que intentan dialogar con ellos para encauzar el problema por derroteros democráticos y pacíficos. Para tales agoreros, en estas elecciones España se juega su ser y su futuro como nunca antes en la historia.

De hecho, antes de ser convocadas, la oposición al Gobierno en el Parlamento ya actuaba en modo electoral, insistiendo en la urgente necesidad de interrumpir la legislatura y adelantar las elecciones generales, como inevitablemente ha sucedido. La falta de apoyos para aprobar los Presupuestos Generales del Estado obligó esa convocatoria electoral. Al día siguiente, todos los partidos de la oposición comenzaron a estructurar una narrativa catastrofista en sus mensajes electorales, tratando de establecer diferencias entre las formaciones que se autodenominaban “constitucionalistas” y las que, a juicio de éstas, no lo eran´. De esta forma podían acusar a las “no constitucionalistas” de representar un riesgo enorme para el país y hasta de no ser leales a la Constitución. Tal “frente” de fuerzas “constitucionalistas” se formó con el sólo fin de “sacar” a Sánchez del Gobierno y relevar a los socialistas del poder, más por cómo se auparon a él, a través de una moción de censura, que por las políticas implementadas durante los escasos meses en que lo detentaron.    

Resulta llamativo que, entre los partidos autoetiquetados como “constitucionalistas” -Partido Popular y Ciudadanos, formaciones conservadoras-, el referente ideológico y expresidente del primero, José María Aznar, no votase precisamente la Constitución, aunque ahora se comporte como su máximo y exclusivo defensor e intérprete, y que el otro partido ni siquiera existiese ni se le esperase cuando la carta Magna fue elaborada y sancionada por las Cortes Generales y el pueblo español. Y que con esa auto-otorgada “autoridad” tachen de “no constitucionalista” a un PSOE que luchó, desde la clandestinidad y luego desde la legalidad, por traer -junto a otros partidos- la democracia a este país, participó activamente en la redacción del proyecto constitucional y promovió las principales reformas que han hecho progresar y modernizar España hasta asemejarla a las naciones más avanzadas de nuestro entorno. Todo un rifirrafe que resulta demasiado exagerado y forzado, propio de una política hiperbólica.  

Como también lo es utilizar el conflicto catalán como el gran asunto que divide a los partidos entre patriotas y traidores. Porque, por muy preocupante que, a muchos, parezca el pulso independentista en aquella comunidad, no es ni por asomo un golpe de estado ni el mayor problema político de España, aunque así convenga tratarlo a las formaciones de la derecha por incitar la radicalización de los sentimientos nacionalistas más primarios, sin importarle el deterioro de la convivencia. Obvian que los mecanismos previstos del Estado de Derecho han abortado aquel intento de desbordar el marco constitucional para forzar el reconocimiento de un inexistente “derecho a decidir” -que la ONU limita a los casos de dominio colonial y notoria violación de los derechos humanos de sectores minoritarios de la población-, para, mediante un referendo ilegal, proclamar una república en Cataluña. Y que el poder judicial está resolviendo, con todas las garantías, las posibles responsabilidades penales cometidas por aquellos autores que desafiaron la legalidad. Esa verdad que con ello no se resuelve el problema, que más pronto que tarde la política tendrá que abordar, pero se canaliza por derroteros de respeto a legalidad, lealtad institucional y cauces democráticos. A pesar de tanto alarmismo, en comparación con el golpe del 23-F, en el que los tanques salieron a las calles de Valencia mientras elementos de la Guardia Civil tenían secuestrado al Gobierno y a los parlamentarios en el Congreso de los Diputados para sustituir un gobierno democrático por otro impuesto mediante el uso de la fuerza armada, no deja de ser una perniciosa tergiversación calificar, incluso como licencia semántica, el conflicto catalán como golpe de estado. Exagerar el calificativo no agranda la gravedad del problema, aunque ayude a instrumentalizarlo con fines partidistas y electorales, que es lo que persigue la política de la hipérbole.

Al menos, afortunadamente, ya no se habla de aquellas temidas “invasiones” de inmigrantes que amenazaban nuestras costas y ciudades. El fenómeno migratorio ha vuelto a la cotidianeidad de un asunto que se amolda a los parámetros manejables de una frontera que separa un primer mundo de oportunidades de un tercer mundo de conflctos y necesidades. Sólo Vox, el partido de ultraderecha recién incorporado a la lid política, sigue empeñado en considerar a los inmigrantes como una amenaza a nuestra identidad y cultura, despertando miedos infundados en la población y contagiando de xenofobia y racismo a los otros partidos de la derecha que compiten por el mismo electorado y precisan de su apoyo para una hipotética alianza gubernamental. Tan es así que, aquellas fuerzas que conceden arbitrariamente diplomas de “constitucionalidad”, no reparan en que Vox mantiene en su ideario la derogación de las autonomías y el retorno al Estado centralista, la supresión de las políticas que posibilitan la igualdad de la mujer, otorgar la “libertad” de portar armas de fuego y hasta forzar la salida de España de una Europa como proyecto de unión económica, monetaria, comercial, política y social. Por todo ello, el mensaje hiperbólico respecto a una inmigración considerada como foco de delincuencia, violencia y terrorismo, que arrebata puestos de trabajo a los nacionales y detrae recursos de nuestras prestaciones públicas, además de desnaturalizar nuestra identidad y costumbres, queda reducido a las soflamas de unos pocos demagogos, como Abascal, Trump, Salvini y, cuando se le calienta la boca, Casado, el líder del PP que no sabemos si se va radicalizando o abandona el disimulo para mostrarse cual es.

Queda, no obstante, el recurso a la economía como ámbito para valerse de la hipérbole con intención de desprestigiar al contrario, deslegitimar sus iniciativas y despreciar lo que de positivo se haya conseguido. Un ámbito en que, todo lo que no sea “bajar” impuestos, es tomado como nefasto y perjudicial para el país y los bolsillos de los ciudadanos. Y en el que, cuando se está tan ofuscado en exagerar la ineptitud ajena y la capacidad propia, la incontinencia verbal puede deparar, a veces, malas jugadas. Como cuando se afirma que se retomaría lo acordado por el Gobierno de Rajoy de subir el salario mínimo interprofesional (SMI), en 2020, a 850 euros, sin caer en la cuenta de que en la actualidad ya está vigente un SMI de 900 euros, por decisión del Gobierno socialista. Por mucho que se quiera rectificar, el mensaje que queda es el de pretender reducir el salario mínimo.

De igual modo, parece ridículo cuestionar los “viernes sociales” del Ejecutivo por continuar gobernando e implementando iniciativas que benefician a la mayoría de la población en fechas próximas al período electoral, sin serlo todavía oficialmente, al aumentar el permiso de paternidad, ampliar la cobertura por desempleo a los parados mayores de 52 años o suprimir el “impuesto al sol” que gravaba el autoconsumo de energía sostenible generada en una instalación propia. Medidas todas ellas que paliaban los efectos de unas políticas de recortes y austeridad tomadas durante la crisis y que se suman al aumento del salario de los funcionarios, la revalorización de las pensiones o la restitución de derechos laborales ya aprobadas anteriormente por el Gobierno. Y es ridículo, además de exagerado, por cuanto, a pesar del gasto que suponen estas medidas, se enmarcan en una economía cuyo crecimiento se mantiene por encima de la media de la Eurozona, aunque presente una leve desaceleración respecto a ejercicios anteriores, y que mantiene una inflación contenida, reduce poco a poco el déficit público, sin cumplir exactamente los objetivos previstos, y logra un descenso progresivo de la tasa de paro. Criticar la marcha de la economía y las iniciativas sociales con impacto económico como perjudiciales para el país es una manipulación de la realdad por parte de quienes se valen de la hipérbole para hacer política. Una actitud que caracteriza a una campaña electoral que, oficialmente, todavía no ha comenzado.

Lo indignante de este proceder es que, los asuntos que de verdad interesan y afectan a los ciudadanos, como son el trabajo, el precio de la vivienda, el acceso a la educación en todos sus niveles, incluyendo las guarderías, la salud y la calidad asistencial, las pensiones y su sostenibilidad, las ayudas familiares y a la dependencia, la seguridad ciudadana y la garantía de libertades y derechos, la protección contra la contaminación y el medio ambiente y demás minucias de la gestión pública, quedan arrinconadas por la cháchara ensordecedora sobre banderías sentimentales y conceptos tan susceptibles de tergiversar como el patriotismo, el honor, las convicciones de cada cual y hasta lo que “quieren” y “sienten” los españoles. Una política hiperbólica sólo eficaz para confundir al votante, no para solucionar sus problemas.         

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