Desde que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, decidiera
el 15 de febrero pasado convocar elecciones generales anticipadas, a celebrarse
el próximo 28 de abril, los partidos políticos en España se han entregado a una
frenética campaña que, sin esperar al comienzo oficial de la misma, los ha
llevado a exagerar los problemas, magnificar sus propuestas y denostar hasta la
infamia al adversario con el único propósito de diferenciar su marca como la
única capaz de solucionar los problemas y ganarse la atención del ciudadano.
Las alternativas que ofrecen estas formaciones al electorado descansan en un
“relato, descripción o noticia que presenta las cosas como más graves,
importantes o grandes de como en realidad son”, según la acepción de hipérbole que
puede consultarse en el diccionario María Moliner. La intención de todos ellos no
es debatir los asuntos que interesan o preocupan a la gente para que se conozcan
sus propuestas, sino la de convencer al ciudadano para que les vote, recurriendo,
incluso, a ignorar la verdad o negar hechos irrefutables. Lo que de verdad les
importa, y por ello compiten a cara de perro, es ganar las elecciones, superar
a los rivales y acceder al poder o, lo que es lo mismo, hacerse con el
gobierno.
Con tal finalidad, se han lanzado frenéticamente a exagerar
los defectos de los rivales y las bondades propias, pintando un panorama
apocalíptico de la realidad y advirtiendo de las catástrofes que penden sobre
nuestras cabezas si los contrincantes logran vencer, por sí solos o en
coalición, estos comicios. Un dramatismo tan desaforado que impregna, incluso, al
período previo de la campaña de una tensión innecesaria por el radicalismo con
que se desarrolla la confrontación. Como si, para algunos, la democracia padeciera
en la actualidad mayores peligros que cuando un teniente coronel de la Guardia
Civil asaltó el Congreso de los Diputados, en febrero de 1981, para intentar un
golpe de Estado, armas en ristre, que, afortunadamente, resultó fallido. O como
si las dificultades económicas, tras la última crisis financiera, mantuvieran
al país sin capacidad de generar riqueza, crear -aunque lentamente y en precario-
empleo y no pudiera competir con oportunidades en el mercado global. O nos
halláramos al borde de una ruptura del país por culpa de quienes aspiran a la
independencia en Cataluña y los que intentan dialogar con ellos para encauzar el
problema por derroteros democráticos y pacíficos. Para tales agoreros, en estas
elecciones España se juega su ser y su futuro como nunca antes en la historia.
De hecho, antes de ser convocadas, la oposición al Gobierno
en el Parlamento ya actuaba en modo electoral, insistiendo en la urgente
necesidad de interrumpir la legislatura y adelantar las elecciones generales,
como inevitablemente ha sucedido. La falta de apoyos para aprobar los
Presupuestos Generales del Estado obligó esa convocatoria electoral. Al día
siguiente, todos los partidos de la oposición comenzaron a estructurar una
narrativa catastrofista en sus mensajes electorales, tratando de establecer
diferencias entre las formaciones que se autodenominaban “constitucionalistas” y
las que, a juicio de éstas, no lo eran´. De esta forma podían acusar a las “no
constitucionalistas” de representar un riesgo enorme para el país y hasta de no
ser leales a la Constitución. Tal “frente” de fuerzas “constitucionalistas” se formó
con el sólo fin de “sacar” a Sánchez del Gobierno y relevar a los socialistas
del poder, más por cómo se auparon a él, a través de una moción de censura, que
por las políticas implementadas durante los escasos meses en que lo detentaron.
Resulta llamativo que, entre los partidos autoetiquetados
como “constitucionalistas” -Partido Popular y Ciudadanos, formaciones
conservadoras-, el referente ideológico y expresidente del primero, José María
Aznar, no votase precisamente la Constitución, aunque ahora se comporte como su
máximo y exclusivo defensor e intérprete, y que el otro partido ni siquiera existiese
ni se le esperase cuando la carta Magna fue elaborada y sancionada por las
Cortes Generales y el pueblo español. Y que con esa auto-otorgada “autoridad” tachen
de “no constitucionalista” a un PSOE que luchó, desde la clandestinidad y luego
desde la legalidad, por traer -junto a otros partidos- la democracia a este
país, participó activamente en la redacción del proyecto constitucional y promovió
las principales reformas que han hecho progresar y modernizar España hasta asemejarla
a las naciones más avanzadas de nuestro entorno. Todo un rifirrafe que resulta demasiado
exagerado y forzado, propio de una política hiperbólica.
Como también lo es utilizar el conflicto catalán como el
gran asunto que divide a los partidos entre patriotas y traidores. Porque, por
muy preocupante que, a muchos, parezca el pulso independentista en aquella
comunidad, no es ni por asomo un golpe de estado ni el mayor problema político
de España, aunque así convenga tratarlo a las formaciones de la derecha por incitar
la radicalización de los sentimientos nacionalistas más primarios, sin
importarle el deterioro de la convivencia. Obvian que los mecanismos previstos del
Estado de Derecho han abortado aquel intento de desbordar el marco constitucional
para forzar el reconocimiento de un inexistente “derecho a decidir” -que la ONU
limita a los casos de dominio colonial y notoria violación de los derechos
humanos de sectores minoritarios de la población-, para, mediante un referendo
ilegal, proclamar una república en Cataluña. Y que el poder judicial está
resolviendo, con todas las garantías, las posibles responsabilidades penales
cometidas por aquellos autores que desafiaron la legalidad. Esa verdad que con
ello no se resuelve el problema, que más pronto que tarde la política tendrá
que abordar, pero se canaliza por derroteros de respeto a legalidad, lealtad
institucional y cauces democráticos. A pesar de tanto alarmismo, en comparación
con el golpe del 23-F, en el que los tanques salieron a las calles de Valencia
mientras elementos de la Guardia Civil tenían secuestrado al Gobierno y a los parlamentarios
en el Congreso de los Diputados para sustituir un gobierno democrático por otro
impuesto mediante el uso de la fuerza armada, no deja de ser una perniciosa tergiversación
calificar, incluso como licencia semántica, el conflicto catalán como golpe de estado.
Exagerar el calificativo no agranda la gravedad del problema, aunque ayude a
instrumentalizarlo con fines partidistas y electorales, que es lo que persigue
la política de la hipérbole.
Al menos, afortunadamente, ya no se habla de aquellas temidas
“invasiones” de inmigrantes que amenazaban nuestras costas y ciudades. El
fenómeno migratorio ha vuelto a la cotidianeidad de un asunto que se amolda a
los parámetros manejables de una frontera que separa un primer mundo de
oportunidades de un tercer mundo de conflctos y necesidades. Sólo Vox, el
partido de ultraderecha recién incorporado a la lid política, sigue empeñado en
considerar a los inmigrantes como una amenaza a nuestra identidad y cultura, despertando
miedos infundados en la población y contagiando de xenofobia y racismo a los
otros partidos de la derecha que compiten por el mismo electorado y precisan de
su apoyo para una hipotética alianza gubernamental. Tan es así que, aquellas
fuerzas que conceden arbitrariamente diplomas de “constitucionalidad”, no
reparan en que Vox mantiene en su ideario la derogación de las autonomías y el
retorno al Estado centralista, la supresión de las políticas que posibilitan la
igualdad de la mujer, otorgar la “libertad” de portar armas de fuego y hasta forzar
la salida de España de una Europa como proyecto de unión económica, monetaria,
comercial, política y social. Por todo ello, el mensaje hiperbólico respecto a una inmigración considerada como foco de delincuencia, violencia y terrorismo, que
arrebata puestos de trabajo a los nacionales y detrae recursos de nuestras
prestaciones públicas, además de desnaturalizar nuestra identidad y costumbres,
queda reducido a las soflamas de unos pocos demagogos, como Abascal, Trump,
Salvini y, cuando se le calienta la boca, Casado, el líder del PP que no
sabemos si se va radicalizando o abandona el disimulo para mostrarse cual es.
Queda, no obstante, el recurso a la economía como ámbito para
valerse de la hipérbole con intención de desprestigiar al contrario, deslegitimar
sus iniciativas y despreciar lo que de positivo se haya conseguido. Un ámbito
en que, todo lo que no sea “bajar” impuestos, es tomado como nefasto y
perjudicial para el país y los bolsillos de los ciudadanos. Y en el que, cuando
se está tan ofuscado en exagerar la ineptitud ajena y la capacidad propia, la
incontinencia verbal puede deparar, a veces, malas jugadas. Como cuando se
afirma que se retomaría lo acordado por el Gobierno de Rajoy de subir el
salario mínimo interprofesional (SMI), en 2020, a 850 euros, sin caer en la
cuenta de que en la actualidad ya está vigente un SMI de 900 euros, por
decisión del Gobierno socialista. Por mucho que se quiera rectificar, el
mensaje que queda es el de pretender reducir el salario mínimo.
De igual modo, parece ridículo cuestionar los “viernes
sociales” del Ejecutivo por continuar gobernando e implementando iniciativas que
benefician a la mayoría de la población en fechas próximas al período electoral,
sin serlo todavía oficialmente, al aumentar el permiso de paternidad, ampliar
la cobertura por desempleo a los parados mayores de 52 años o suprimir el “impuesto
al sol” que gravaba el autoconsumo de energía sostenible generada en una
instalación propia. Medidas todas ellas que paliaban los efectos de unas
políticas de recortes y austeridad tomadas durante la crisis y que se suman al
aumento del salario de los funcionarios, la revalorización de las pensiones o
la restitución de derechos laborales ya aprobadas anteriormente por el
Gobierno. Y es ridículo, además de exagerado, por cuanto, a pesar del gasto que
suponen estas medidas, se enmarcan en una economía cuyo crecimiento se mantiene
por encima de la media de la Eurozona, aunque presente una leve desaceleración respecto
a ejercicios anteriores, y que mantiene una inflación contenida, reduce poco a
poco el déficit público, sin cumplir exactamente los objetivos previstos, y logra
un descenso progresivo de la tasa de paro. Criticar la marcha de la economía y
las iniciativas sociales con impacto económico como perjudiciales para el país
es una manipulación de la realdad por parte de quienes se valen de la hipérbole
para hacer política. Una actitud que caracteriza a una campaña electoral que, oficialmente,
todavía no ha comenzado.
Lo indignante de este proceder es que, los asuntos que de
verdad interesan y afectan a los ciudadanos, como son el trabajo, el precio de
la vivienda, el acceso a la educación en todos sus niveles, incluyendo las
guarderías, la salud y la calidad asistencial, las pensiones y su
sostenibilidad, las ayudas familiares y a la dependencia, la seguridad
ciudadana y la garantía de libertades y derechos, la protección contra la
contaminación y el medio ambiente y demás minucias de la gestión pública,
quedan arrinconadas por la cháchara ensordecedora sobre banderías sentimentales
y conceptos tan susceptibles de tergiversar como el patriotismo, el honor, las
convicciones de cada cual y hasta lo que “quieren” y “sienten” los españoles. Una
política hiperbólica sólo eficaz para confundir al votante, no para solucionar
sus problemas.
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