Si la preparación de los debates que se han celebrado en la
presente campaña electoral ya dio motivos para la polémica, el desarrollo de
los mismos no ha estado exento también de controversias y discusiones por
determinar qué candidato ha resultado vencedor o cuáles no han colmado las
expectativas que despertaban. Con todo, tuvieron dos oportunidades para errar y
corregir sus intervenciones porque, a causa de la polémica inicial, fueron dos
los debates finalmente celebrados en días consecutivos y en dos medios de
comunicación distintos: en la televisión pública (TVE), el primero de ellos, y
en otra privada (A3), el segundo y último. Había mucho en juego: casi la mitad
del electorado se mostraba indecisa, según las encuestas, sobre en quién
confiar su voto. Nadie tenía ganado el partido y la última oportunidad de
remontar el marcador eran esos dos debates de audiencias millonarias a cinco
días de ir a las urnas. Y la verdad es que los cuatro candidatos participantes
de la confrontación televisiva hicieron, cada uno a su estilo y manera, todo lo
posible por ganar el envite, aunque con resultados controvertidos y
discutibles. La polémica que ha acompañado estos cara a cara no se resolverá
hasta el recuento definitivo de los votos.
Debate en TVE
En el primer debate, en Televisión Española (TVE) el día 22,
todos los candidatos actuaron según lo esperado y con estrategias que reflejan
los distintos puntos de partida de cada uno de ellos, consistentes en atacar al
presidente del Gobierno, por figurar como favorito en los sondeos, y no castigar
en demasía a quien podría ser socio en una probable coalición gubernamental, a
partir del próximo lunes. Así, Albert Rivera (Ciudadanos), agresivo y mostrando
un exceso de sobreactuación, fue contundente en su ataque feroz contra Pedro
Sánchez (PSOE, presidente del Gobierno) desde el primer minuto. Acusó a Sánchez
de pactar con Quin Torra (presidente de la Generalitat catalana) y de querer
indultar a los políticos independentistas presos a los que juzga el Tribunal
Supremo. También tuvo acusaciones contra el líder de Podemos cuando afirmó que
Iglesias (Pablo) y Sánchez (Pedro) eran lo mismo: una calamidad para el país y
un peligro para el bolsillo de los ciudadanos.
Pablo Casado, por su parte, abusó del latiguillo paternalista
“queridos españoles” al inicio de las intervenciones en que fijaba postura y se
mostró con una moderación que sorprendió incluso a sus correligionarios, lo que
no impidió que centrara su debate en atacar también a Sánchez. Desde su punto
de vista, España siempre ha ido mal con los socialistas y bien cuando el
Partido Popular que él dirige ha tomado las riendas del país. España fue mal
con Zapatero, pero peor con Sánchez, resumió, haciendo alusión a estadísticas y
datos que no concuerdan fielmente con la realidad. De hecho, Casado fue el
candidato al que se le detectaron más afirmaciones falsas o que manipulaban los
hechos. Falló en utilizar el debate para presentarse como líder de los
conservadores para atraerse un voto que le disputan Ciudadanos, presente en el
plató, y Vox, el ausente de extrema derecha que revoloteó siempre durante todo
el encuentro. Parece unánime la opinión de que perdió este primer debate
electoral, aunque ninguno lo ganó con claridad.
Pablo Iglesias, vestido de manera informal (sin tarje ni
corbata como los demás), no entró en descalificaciones ni al enfrentamiento
bronco de sus contrincantes para centrarse en los, a su juicio, incumplimientos
de los mandatos constitucionales relativos a derechos ciudadanos, una economía supeditada
al bien común y el deber de los poderes públicos a procurar una pensión
suficiente que garantice una vida digna a los jubilados, por ejemplo. Apeló
constantemente a la Constitución para enumerar los artículos a los que hacía
referencia y se afanó por mostrarse comedido, incluso en su insistencia en
reclamar de Sánchez que aclarara si pensaba pactar con Ciudadanos tras las
elecciones, sin que el presidente del Gobierno resolviera sus dudas. Le afeó la
“elocuencia” de su silencio, al respecto. No obstante, su enfrentamiento con el
líder del PSOE fue amable y con disposición a futuros acuerdos de Gobierno.
Y Pedro Sánchez, a quien se le notaba que acudía con ese
“plus” que da ocupar el despacho del presidente del Gobierno, inició el debate
en tono “institucional”, empeñado en enumerar las iniciativas aprobadas por su
gobierno. Sin embargo, era el centro de los ataques de los adversarios situados de ambos
lados y no pudo dejar de responder a algunos de ellos. Reprochó a Casado la
corrupción en su partido, que determinó la moción de censura que lo aupó al
Gobierno, recriminó a Rivera que marcara
un cordón sanitario en torno al PSOE y, sin embargo, “abrazara a la
ultraderecha”, como hace en Andalucía, y.dio gracias explícitas a Podemos por
el pacto parlamentario que le permite impulsar iniciativas legislativas. Aprovechó
para asegurar, con rotundidad, que no consentirá un referendo de
autodeterminación en Cataluña ni la proclamación de su independencia. Es decir,
se limitó a no cometer ningún fallo, ni por lo que dijo ni en sus gestos, que suponga
un peligro para sus expectativas electorales. En ese sentido, ni ganó ni
perdió, pero salvó los papeles.
Todos los candidatos acudieron, tras el debate, a las sedes
de sus respectivos partidos para afirmar ante sus seguidores que se sentían
vencedores y contentos de poder demostrar que sus adversarios carecían de ideas
y propuestas serias para el futuro de España. Ninguno se reconoció perdedor del
encuentro.
Claro que faltaba el segundo debate en Antena 3 del día
siguiente, martes 23, en donde volverían a repetir una confrontación similar,
pero definitiva, de cara a la movilización del electorado. Y no defraudaron.
Debate en A3
Un debate a sólo 24 horas del anterior sólo sirve para
corregir “debilidades” e insistir en las “fortalezas” de cada contendiente.
Pero esta vez con la ayuda de una mecánica diferente en su organización, que
perseguía dotar al enfrentamiento de mayor agilidad, viveza y dinamismo. Y se
consiguió. Entre el ánimo de unos y una metodología favorable, sin el corsé de
un tiempo tasado milimétricamente y abierto a mutuas interpelaciones y
refutaciones, se consiguió que el segundo debate ganara agilidad, pero también,
en ocasiones, que acabara en un guirigay de interrupciones al que estaba en uso
de la palabra que impedía a la audiencia escuchar los argumentos de unos y
otros. Hubo momentos en que lo que quedaba claro es la falta de respeto hacia
el telespectador y una sorprendente mala educación en personas que se suponen cívicas
y de formación exquisita, que aspiran gobernar España, no un corral de vecinos.
También abundó la demagogia y las descalificaciones.
Pablo Casado, al que todos dieron por perdedor en el debate
anterior, menos los medios afines al Partido Popular, vino dispuesto a no dejar
que Rivera le arrebatase la portavocía de la derecha. Vino, según dijo, “a
tope”, a elevar el tono y confrontar con Sánchez, pero también con el líder de
Ciudadanos, su supuesto socio en un supuesto gobierno de derecha. Tanto rebatió
con Rivera que el candidato del PSOE tiró de ironía: “Son las primarias de la
derecha”, espetó cuando ambos discutían. Pero su verdadero objetivo era
Sánchez, el enemigo a batir y al que quería atacar desde el primer instante, a
quien destinó constantes descalificativos (“el más mentiroso”, “el candidato
favorito de los enemigos de España”, etc.) y al que no dejaba de acusar de
pactar con los independentistas y los “batasunos”, además de bajar los impuestos
“como en Venezuela”. Volvió a manipular datos, apropiarse de iniciativas de
otros y hasta de inventarse ofertas contra la inmigración, como ese “plan
Marshall” para los países del norte de África. Procuró el cuerpo a cuerpo con
Sánchez sin conseguirlo plenamente, entre otras cosas porque Sánchez también tenía
preparada su defensa. Dejó de lado la moderación que exhibió en el primer
debate, pero su “agresividad” sólo sirvió para evidenciar la disputa que
mantiene por el electorado conservador con los otros partidos de la derecha: el
presente en la sala (Ciudadanos) y el ausente del debate (Vox), pero presente
en el ambiente.
Albert Rivera, de Ciudadanos, quiso repetir la estrategia de
dureza y agresividad que tan buen resultado le dio en el primer debate. Pero se
pasó. Y, además, sus contrincantes habían aprendido la lección y venían
preparados para contraatacarle. Ejemplo de ello fue cuando sacó un ejemplar de
la tesis doctoral de Sánchez para acusarlo de plagio y éste respondió con un
libro de Santiago Abascal y Sánchez Dragó, que le entregó, con el ideario
reaccionado de Vox, el socio de ultraderecha con quien no renuncia apoyarse
para gobernar, si salen las cuentas, como en Andalucía. Continuamente
interrumpía y aconsejaba tranquilidad al líder socialista, sin percatarse que
su sudoración era evidente en el rostro brillante que captaban las cámaras,
como Nixon en el histórico debate frente a Kennedy. Eso sí, otra vez fue hábil en
golpes de efecto, como al desenrollar ante Sánchez un listado de todos los
casos de corrupción e irregularidades cometidos por el PSOE a lo largo del
tiempo. También volvió a utilizar su tarima como escaparate para fotos y demás
recursos de su ofensiva dialéctica. Se mostró más inquieto que la vez anterior y
no consiguió una “pegada” contundente, como era su propósito. Y hasta fue
objeto de una “reprimenda” por parte de Pablo Iglesias, exigiéndole que no sea
impertinente ni maleducado, a causa de sus constantes interrupciones y
comentarios. Atacó a Sánchez todo lo que pudo con todas las armas, ya conocidas,
de su repertorio, pero no logró tumbarlo. Perdió la oportunidad.
Pablo Iglesias, representante de Podemos, no recurrió esta
vez a la cita constante de la Constitución, pero continuó con su talante moderado
y centrado en ofrecer políticas prácticas en vez de etéreas promesas
generalistas. Siguió mostrándose dispuesto a coaligarse con el PSOE para formar
Gobierno, asegurando que los socialdemócratas sólo cumplen sus promesas cuando
Podemos lo obliga a ello compartiendo el poder. Su aparente complicidad y
benevolencia con el líder socialista contrastaba con su rotundidad frente a las
derechas de Casado y Rivera, sin perder, eso sí, ni la mesura ni la formas. No
se acompañó de ninguna foto, tabla o recorte periodístico, sino que basó su
intervención en la explicación “profesoral” de sus propuestas. De pretender
“conquistar los cielos” ha evolucionado hacia un pragmatismo que le hace poner
los pies en la tierra. En ese sentido, ha conseguido irradiar la impresión al
electorado de izquierda de que, a pesar de sus diferencias con el PSOE, Podemos
es ahora una alternativa viable para un Gobierno de coalición. Y, aunque en
este debate tampoco recibió una respuesta clara por parte de Sánchez sobre si
pactará con Ciudadanos, al menos pudo escuchar del presidente del Gobierno que
“no está en mis planes pactar con un partido que nos ha puesto un cordón
sanitario”. Algo es algo. Probablemente, sea Iglesias el que saque mayores
beneficios para su candidatura de estos debates.
Y el "enemigo", el candidato Pedro Sánchez, se
defendió con eficacia desde el minuto uno cuando, sin que viniera a cuento,
rebatió con rotundidad las acusaciones reiteradas de los representantes de la
derecha, negando haber pactado con los independentistas (“no es no”) y asegurando
que nunca consentirá un referendo ni una república en Cataluña (“nunca es
nunca”). Fue menos “institucional”, pero más ágil en sus respuestas a las
constantes embestidas de Casado y Rivera, aliados y contrincantes, simultáneamente,
en el ataque al líder socialista. Señaló a ambos como los causantes, al aceptar
su apoyo, del temor a que la ultraderecha acceda al Gobierno con sus medidas reaccionarias
y retrógradas. Como muestra, exhibió la copia de una carta de la Consejería de
Justicia de la Junta de Andalucía en la que recaba los datos de psicólogos,
trabajadores sociales y forenses que trabajan contra la violencia de género en
la Comunidad. Acusó al Ejecutivo andaluz, formado por PP y Ciudadanos, de
elaborar una “lista negra” en esa materia, satisfaciendo una de las condiciones
que impuso Vox para apoyar la investidura de aquel Gobierno. Por lo demás,
volvió a relatar el listado de iniciativas impulsadas por su Gobierno y recalcar
su preferencia en constituir, si consigue la confianza de los ciudadanos, un “Ejecutivo
en solitario con independientes progresistas de reconocido prestigio”. Al
final, no ganó el debate, pero tampoco lo perdió. Salió más o menos indemne y
liderando las preferencias en las encuestas. Lo que no es poco, a estas alturas
de la campaña electoral, a cuatro días de las votaciones.
Como colofón, lo que queda de estos debates es que, más que una
posibilidad informativa para aclarar cuestiones de enorme interés para el país
(Economía, Educación, Europa, Política exterior, Industria y Desarrollo,
Trabajo, Infraestructuras, etc.), son un espectáculo mediático en el que la
polémica forma parte esencial de su contenido. El simplismo y el insulto a la
inteligencia de los espectadores, cuando no las mentiras, las descalificaciones,
la manipulación grosera y el recurso emocional y demagógico son elementos imprescindibles
en este tipo de encuentros. Sin embargo, resultan necesarios para, al menos,
ver la capacidad discursiva y dialéctica de quienes pretenden gobernarnos. Y su
contribución voluntaria con el “show” o con el esclarecimiento de las dudas
del electorado. Se cuestionan su efectividad, pero no su necesidad. Por ello, parece recomendable su regulación por ley, para evitar polémicas y para que todos los
partidos sepan a qué atenerse de antemano. Una regulación que también desenmascararía
la hipocresía de algunos partidos, como Vox, que acusa a la Junta Electoral
Central de marginarlo de estos debates cuando internamente reconoce la
conveniencia de no participar en ellos, como, de hecho, ha demostrado en
Andalucía, donde ha rechazado su participación en los debates a los que Canal Sur
lo había invitado. Con regulación, hasta los ciudadanos sabrían a qué
atenerse y qué esperar de los debates políticos: algo mucho más sustantivo que esas polémicas con que suelen acompañarse.
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