A veces noto que me están mirando, que unos ojos extraños
observan cuánto miro y escudriñan lo que hago. Ojos que no veo pero que siento
detrás de mí, como si me interrogaran con la mirada y reclamaran mi atención.
Pero cuando trato de localizarlos, girando con curiosidad la cabeza hacia ellos,
por conocer quién me observa y cruzar mi mirada con la suya, no los encuentro,
no hallo nadie que me mire ni muestre interés por mí. Sólo vacío.
En otras ocasiones, distingo con claridad, entre el ruido ambiente
y el murmullo de la gente, una voz que me llama, me interpela. Una voz que
parece conocida y que, por supuesto, me conoce. Pronuncia mi nombre u opina sobre
lo que estaba a punto de acometer, para desaconsejarlo la mayoría de las veces.
Es una voz que me sorprende, por inesperada, pero no asusta, por la tonalidad
familiar y pacífica. Pero que tampoco descubro de dónde procede cuando intento
identificarla. Nunca conozco quién me habla entre una multitud de desconocidos
que ocupa el espacio de donde procedía una voz que ha enmudecido. Sólo silencio
en medio de la algarabía.
También siento, rara vez, es cierto, una presencia que me
sigue o espía. Ni me mira ni me habla, pero me acompaña y perturba. Como si
alguien me arrebatara la intimidad, impidiéndome estar solo, y se empeñara en
estar conmigo cuando no deseo estar con nadie. Porque esa presencia la siento
en los sitios solitarios en que voluntaria o casualmente me hallo. Una
sensación que me hace sentir paranoico porque jamás se hace corpórea ni
manifiesta. Sólo soledad.
Mis sentidos, por lo que parece, me engañan porque no responden sólo a los estímulos
de la realidad, sino también a la fuerza de los deseos y las ausencias que nos mortifican. Juegan conmigo provocándome espejismos para que conozca el vacío,
el silencio y la soledad de una existencia que me domina y desborda.
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