Que en primavera llueve no es ninguna novedad, como tampoco que
alterne días de un frío que estábamos a punto de olvidar con jornadas de un
calor que hacen preludiar el verano. No en vano la primavera es la estación
intermedia entre el invierno y el verano, cuya transición no suele ser uniforme
y gradual, sino, a veces, a trompicones hacia atrás y adelante. La
inestabilidad climática es más propia de la primavera que el tiempo apacible,
soleado y benigno con que deseamos se acompañe. Por eso, cada año, solemos
refunfuñar si las lluvias, el frío o el viento se abaten sobre las procesiones
de Semana Santa o el albero de la Feria de abril de Sevilla, las grandes
fiestas primaverales de la ciudad.
Más que al ocio en las casetas y los rituales religiosos de
los feligreses, tales días desapacibles afectan negativamente a la poderosa
industria del turismo, que tiene en esas fiestas tan señaladas de primavera su expectativa
más importante de beneficios del año. De ahí que empresarios, autoridades y
particulares deploren unas fiestas pasadas por agua, aunque las precipitaciones
sacien la sed de la agricultura y los pantanos. Una lluvia a destiempo
perjudica, más que a la tradición, al negocio. Sobre todo, si podía caer una
semana antes u otra después, como se lamenta la mayoría de los sevillanos. Pero
lo único estable es la estación, con su inestabilidad climática, frente a unas fiestas
que se ubican cada primavera en fechas distintas, que hacen que Semana Santa y
Feria se celebren en marzo y abril, un año, o abril y mayo, al siguiente. Nadie
se alegra de que el granizo o la lluvia impidan la celebración de estas fiestas,
pero, por favor, no le echen la culpa al tiempo ni se lamenten por esos `pobrecitos´ que llevaban todo el año aguardando este momento. La primavera es
como es y somos nosotros los que nos empeñamos en desafiarla. Y, a veces, nos
sale bien y, otras, mal.
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