Que nuevamente vuelvan a tirarse los trastos a la cabeza
entre críticos y leales al aparato, esta vez por pactar con quien sea para
echar a la derecha del poder o permitirle gobernar por ser la minoría
mayoritaria del Congreso, aunque no consiga reunir los apoyos suficientes para
ello, no es ninguna novedad. En esta ocasión, no se trata sólo de ansias de
poder o del interés personal de quien aspira a ser presidente del Gobierno a
cualquier precio. Es la definición de la estrategia política, en función de la
“sensibilidad” dominante en este momento, lo que ha empujado a los críticos a
la rebelión y, de momento, al control de la situación a través de una gestora,
obligando a dimitir al actual secretario general, Pedro Sánchez, y desactivar
todas sus iniciativas, tendentes a constituir una alternativa transversal de
izquierdas, pausible mediante un pacto con Podemos y otras formaciones
nacionalistas, que sustituya a Rajoy de la presidencia del Gobierno. Para ese
sector crítico del partido, las cuentas no cuadraban y las facturas por el
apoyo de las formaciones independentistas a una posible pero improbable
investidura, resultaban inasumibles, por demasiado caras: permitir un
referéndum segregacionista en Cataluña. Y se rebelaron, como es norma en el
PSOE, con desgarros y dando el espectáculo.
En cualquier caso, el problema que en la actualidad
presentan las opciones políticas socialdemócratas es mucho más grave y profundo
de lo que aparenta esta lucha en el socialismo español. Porque no se trata sólo
de una discusión por cuestiones coyunturales, sino de un enfrentamiento que
proviene de divergencias estructurales sobre lo que representa hoy día el pensamiento
socialista en nuestra sociedad y en un mundo dominado por la globalización y la
economía de mercado. Se trata de un re-posicionamiento de la oferta socialista
y de articular un mensaje que ya no convence a las masas que antaño votaban al
PSOE y que, desde hace un lustro, se decantan por otras opciones nuevas, en
principio, más atractivas y frescas. Se trata de frenar esa caída en el apoyo
social de una opción política que se muestra incapaz de ofrecer una alternativa
sólida, no sólo frente a los populismos radicales de derechas e izquierdas,
sino ante el neoliberalismo reinante que ha sabido imponer su lógica y sus
condiciones en todos los órdenes de la vida, hasta el punto de obligar a que el
mayor y más incuestionable fruto de la socialdemocracia, el Estado del
bienestar, sea revisado y valorado según su “sostenibilidad” y rentabilidad, en
vez de por su necesidad ante las injusticias y las desigualdades sociales.
Aquellos logros de la postguerra están consolidados y ya no
sirven para atraer y seducir a los ciudadanos como reclamo electoral. Incluso
la derecha económica y social los ha aceptado como imprescindibles (aunque sin
reconocer que sean frutos históricos de la socialdemocracia, como la educación
pública, la sanidad universal, las pensiones y hasta el novísimo derecho a la
dependencia), pero intenta adecuarlos a los parámetros del neoliberalismo, que
persigue sean “sostenibles” por sí mismos (mediante copagos y repagos por parte
de los ciudadanos, aparte de con impuestos) o trasladando su provisión a la
iniciativa privada, cuyo objetivo, como es sabido, es la rentabilidad, ganar
dinero, no prestar un servicio público. Tan potente y eficaz ha sido este
lavado de cerebro neoliberal que casi todo el mundo asume la necesidad de
aplicar una “austeridad” que “pode” el Estado de Bienestar para hacerlo
“sostenible”, aunque ello suponga más desigualdad entre los ciudadanos que no
pueden costearse prestaciones y servicios. Poco a poco, pero de manera
irreversible, nos han ido transmutado de usuarios a meros clientes, convencidos
de que el Estado no puede satisfacer, porque no le corresponde, las necesidades
básicas de la población de manera equitativa como solía. Una bandera de la
socialdemocracia que ya no arrastra a nadie.
Pero otros han tomado esa bandera y la enarbolan con mucha
más energía, yendo en contra de toda austeridad y toda política económica que
perjudique a los más necesitados, apelando incluso a la demagogia (como la
subida drástica del salario mínimo interprofesional o la implantación inmediata
de una renta básica universal), sin importarles cambiar el modelo económico y
el sistema capitalista, cosa que la socialdemocracia nunca pretendió. Estas
nuevas ofertas políticas han conseguido atraerse a buena parte del voto de
izquierdas del socialismo español y persiguen sustituirlo por completo, por
caduco. Y otras de derechas, sin manchas ni servidumbres que ocultar, operan de
igual modo ofertando la regeneración y la limpieza de las viejas opciones
corroídas por la corrupción política y económica, sin que hasta la fecha hayan
podido arrebatarle al partido conservador que gobierna España un número
significativo de votos, aunque sí suficiente para alejarlo de la mayoría
absoluta. Y, de paso, han mordido una parte del electorado centrista que votaba
socialista y estaba harto de escándalos de corrupción y de reformas que no
llegaban más allá de lo posible y tolerable por el sistema económico y
político.
Por todo ello, el PSOE tantea tácticas y discursos con los
que recuperar aquellas mayorías que lo aupaban al poder y le permitían
gobernar. Son tácticas baldías, ya que el socialismo español no halla la
fórmula para evitar la sangría de descontentos e indignados que le hizo perder
millones de votos en las elecciones de 2011, que lo ha seguido desangrando en
las de 2015 y en estas últimas de 2016, de las que se culpa a Pedro Sánchez, y
que ahondan una escisión que viene de antiguo y precipita al PSOE a la
irrelevancia, de continuar esa tendencia electoral y la indefinición
ideológica.
Lo que le está sucediendo al PSOE es la misma descomposición
que ya afectara al laborismo británico tras el cuestionable mandato de Tony
Blair, al socialismo francés con Hollande, al SPD alemán, al homónimo de
Portugal y, de manera mucho más dramática, al PASOK griego, todos ellos
miembros de una corriente ideológica que ha gobernado en la mayoría de los
países de Europa y ha llegado ser el segundo grupo, por número de diputados,
del Parlamento Europeo. Una descomposición que se ha acelerado, expulsándolos
de los gobiernos y alejándolos de los ciudadanos, con la emergencia de la
crisis financiera que todavía hoy impide el normal desarrollo y crecimiento
económico del Viejo Continente. Basta recordar, para ejemplificarlo, las
medidas impulsadas por el último presidente socialista de España, Rodríguez
Zapatero, de recortes presupuestarios y congelaciones salariales, que
posteriormente fueron endurecidas por el Gobierno de Mariano Rajoy, cuando lo
sustituyó en los albores de la crisis, sin que los ciudadanos perdonen a aquel
ni castiguen a éste. Si a ello añadimos la aparición de nuevos frentes y
preocupaciones, como los que representan el flujo emigratorio masivo que
despierta en muchos países, también en el nuestro, el racismo y la xenofobia;
una juventud con o sin estudios pero sin expectativas de empleo y condenada a
vivir peor que sus padres; la parálisis y la precariedad que caracterizan a la
actividad comercial y el mundo laboral; y un fenómeno de corrupción galopante,
casi sistémico, que afecta tanto a partidos como a instituciones, no puede
resultar extraño que las políticas que, en general, pretendían transformar la realidad se
hayan quedado anquilosadas por no saber resolver estos problemas y la
socialdemocracia, en particular, haya emprendido una senda de declive en todo
el continente que el PSOE está acusando en sus propias carnes.. Muchos
problemas, viejos y nuevos, que no hallan respuesta por parte de una izquierda
que, no solamente es incapaz de entusiasmar a la gente, sino que deja que la
derecha neoliberal vaya desmantelando progresivamente el Estado del Bienestar
con la excusa de su “sostenibilidad” y consienta el imparable crecimiento de las desigualdades y las injusticias
impuestas por el mercado y su sacrosanto objetivo de enriquecimiento de unos
pocos.
El declive del PSOE viene de antiguo y es común a una
ideología que se ha dejado ganar por los que no quieren pagar impuestos, están
en contra de una fiscalidad progresiva que redistribuya la riqueza nacional y
pretenden que los ciudadanos costeen de su bolsillo las necesidades básicas de
educación, sanidad y pensiones, aunque vengan condenados desde el nacimiento a
padecer carencia de oportunidades para poder afrontarlas. El declive del
socialismo español no es cuestión de personas, sino de ideas, de esa falta de
ideas y proyectos del que adolece un pensamiento que, desgraciadamente, ha
renunciado a transformar la realidad y se ha dejado domesticar por el mercado.
Y puesto que el mercado es dominante, la gente deja gobernar a los mercaderes
con tal de que repartan algunas migajas a los pobres, que somos el resto.
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