Por el módico precio de 6.000 millones de euros, los
derechos humanos de los demandantes de asilo serán ignorados, pudiendo ser
deportados masivamente a Turquía para limpiar, así, las fronteras de Europa de esa
visión de hombres, mujeres y niños que se agolpan tras las alambradas en busca
de un futuro menos dantesco que el que dejan atrás, en sus países de origen. Se
pretende con el preacuerdo vergonzante firmado con Turquía resolver la compleja
crisis migratoria que soporta esta parte rica del mundo, poniendo puertas al
mar y levantando muros en la tierra para parar lo que no se puede contener: que
dejen de huir de la desesperación, el hambre y la muerte.
El sueño europeo está siendo abandonado por la misma Europa
que lo abrigó, cediendo precisamente cuando debía reafirmar los valores y
principios que fundamentaban la unión de pueblos, culturas y recursos en un
proyecto continental único, complejo, poderoso y ejemplar: sin parangón en lo
económico y comercial, pero cada vez más débil y frustrante en lo social y
ético. Ante las dificultades, Europa reniega de sus señas de identidad y hace
prevalecer los intereses mercantiles sobre los morales y humanitarios. Así,
opta por empobrecer a sus ciudadanos periféricos, imponiendo fuertes medidas de austeridad, para favorecer a los
mercados de capitales y al sistema financiero que lubrifican las economías de
las zonas más ricas y activas del continente. Opta por limitar derechos
consolidados de los ciudadanos comunitarios, como el de la libertad de movimientos
por todo el espacio Schengen, para evitar la presión y hasta el chantaje
británico a la cesión progresiva de soberanía y por los privilegios
particulares que su adhesión consiguió. Y ahora, con la renuncia de los Derechos
Humanos que a cualquier solicitante de asilo le asisten por aliviar la presión
migratoria que sufre en sus fronteras. Con cada renuncia, Europa sacrifica su
sueño unitario confederal para transformarse exclusivamente en un casino de
mercaderes que negocian sus intereses, sin importarles los cadáveres que van
dejando fuera, sobre las alambradas y en las playas.
En la más cínica e inmoral de sus renuncias, Europa acuerda
convertir Turquía en la cárcel extraterritorial, donde extraditar a los
andrajosos que intentan invadir el continente. De la Europa sin fronteras de las
personas pasamos a la Europa
de los barrotes carcelarios, ubicando los campamentos penitenciarios en un país
que brilla precisamente por su escaso respeto de los Derechos Humanos y de la
democracia. Europa no quiere que nadie perturbe su confortabilidad y sus
negocios. Prefiere repatriar masivamente, contraviniendo leyes de asilo y
Derechos Humanos, a los refugiados que llaman a sus puertas y utilizar Turquía como
desagüe de la inmundicia migrante.
Hemos logrado, al fin, identificar al inmigrante con el
delincuente y al refugiado con el potencial terrorista del que desconfiar. Y
hemos instalado nuestro particular Guantánamo en Turquía, donde, gracias a
nuestro desdén moral y a la brutalidad arbitraria de un régimen autoritario, obligar
a desistir al que huye de que no venga a Europa y se vuelva a morir a su país de
origen. Para ello, ha bastado un puñado de euros y una moral poco estricta,
justo los predicamentos para ser un buen y exitoso mercader.
Los que dirigen esta Europa hipócrita confían, con este acuerdo, en aliviar la presión insoportable que atosigaba nuestras fronteras y conjurar el peligro de xenofobia que sobrevolaba nuestras sociedades, ignorando que son precisamente estas actuaciones vergonzantes las que alimentan el odio al extranjero, el racismo más violento, la intolerancia racial y la desconfianza y los temores xenófobos contra los refugiados, en particular, y los inmigrantes, en general. Después, nos extrañará que arrasen energúmenos como Trump en el mundo: nuestros miedos los aúpan a los liderazgos de masas volubles y manipulables, fácilmente seducidas con los mensajes simplones pero emocionales de populismos de cualquier ralea. Hasta en Europa les ponemos fácil la tarea.
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