El presidente de EE.UU., Barack Obama, ha emprendido viaje a las Américas, al sur de su país, empezando por el Caribe, donde ha tenido el valor de pisar suelo cubano, la isla que para Estados Unidos representa una amenaza intolerable, por su cercanía, para sus intereses imperiales aunque nunca haya supuesto un peligro material que no pudieran enfrentar o, ya puestos, borrar del mapa. La amenaza de Cuba era -y es- su régimen comunista, exportador de un modelo económico y social en las antípodas al liberalismo norteamericano. Por eso era -y es- un ejemplo que había que invalidar, razón por lo que, tras la invasión frustrada de Bahía de Cochinos, aplicaron un duro embargo económico y comercial que ha asfixiado la aventura socialista y ha castigado antes a la población que al régimen implantado por Fidel Castro y su revolución de mediados del siglo pasado. Sien embargo, el aislamiento de Cuba no ha dado los resultados esperados: levantar al pueblo contra las estrecheces del gobierno comunista de la isla. Hoy soplan otros vientos. Y como buen oteador del horizonte, Obama ha decidido adelantarse a los cambios que se avecinan y, de paso, dejar el legado de ser el primer presidente norteamericano que visita Cuba en los últimos 88 años, resolviendo un foco de tensión y conflictos que afectaba a la política exterior pero también la interior de los EE.UU., llenando Miami de ultraderechistas que aúpan a energúmenos como Trump.
Cuba es un anacronismo tan antipático como ese aislamiento
que impuso EE.UU. y que no ha servido más que para que los dirigentes revolucionarios
se enroscaran frente al gran enemigo del
Norte, al que acusan de todos los males internos, incluida esa tímida protesta
que algunos cubanos exteriorizan por la carencia de todo lo necesario, también
de libertades. Obama está convencido de que acelerará la inevitable transición
cubana hacia una democracia liberal con la apertura de relaciones amistosas entre
ambos países, de tal manera que, enfrentada al espejo rico y libre del Norte,
la sociedad cubana no tendrá más remedio que contagiarse de lo que se considera
“normal” en Occidente, sin necesidad de bloqueos ni del uso directo o indirecto
de la fuerza. El presidente norteamericano, para rubricar su mandato, quiere
dar carpetazo a los métodos inútiles del pasado y abrir la mano para pilotar sutilmente
la transición cubana.
A ambos países les interesa, por motivos distintos, pasar
página, dedicarse a otras cosas e iniciar una colaboración que permita hacer
negocios, desterrando caducas estrategias de “guerra fría” y “telones de acero”
en latitudes tan sofocantes como las del mar Caribe. El comunismo cubano está abocado
a extinguirse y sólo resta controlar su desaparición, junto a la biológica de
sus líderes, para administrar al menos con dignidad su memoria y ensalzar los ideales
que impulsaron su existencia, a pesar de que no haya alcanzado los objetivos socializantes
más que en la retórica y el culto al líder. Los agónicos dirigentes del régimen
ya sólo anhelan que la revolución que nació en Sierra Maestra, con toda su iconografía,
y que acabó con la dictadura de Fulgencio Batista, quede honrosamente reseñada
en los libros de historia como un hito del que enorgullecerse, mientras los
cubanos le dan la espalda y empiezan a transitar hacia una sociedad abierta,
plural, democrática y capitalista, como cualesquiera otras del mundo
occidental. Aquejada de estertores finales, parece decidida congraciarse con la
población autorizando lo que el comunismo siempre le ha negado, sin hacer renuncia
de sus magros logros: abundancia. Abundancia material, que viene de la mano del
comercio, y abundancia de libertades, también traída por el mercado. En ese
contexto, Obama viene de manera providencial a facilitar esa evolución del
régimen y a sacarse la espinita cubana del trasero de Estados Unidos,
encarnando personalmente la necesidad de esperanza que sienten los cubanos por
la transformación que se está incubando en la isla. Tras los Castro, como tras
Franco, sólo es posible un futuro sin castrismo, sin comunismo, que conduzca a
la democracia y a sus reglas económicas. Es cuestión de tiempo, cosa que ya han
evidenciado hasta los Rolling Stones, esa banda satánica de rock prohibida
hasta ayer en Cuba y hoy presente en un escenario de la Habana , ante las propias
narices del régimen, para cantarle “I can´t get no satisfaction”, es decir, que
los cubanos no están satisfechos.
El otro destino del peregrinaje de Obama por las Américas es
Argentina, donde las manos de EE. UU. se mancharon con la guerra sucia de
golpes de estado y dictaduras militares de infausto recuerdo. La fecha
coincidía con los 40 años de una de las dictaduras más sangrientas del Cono Sur
americano, patrocinadas por Henry Kissinger y su descarada política
intervencionista. Con el apoyo de los EE. UU., el general Videla encabezaba una
Junta Militar que ocupó el poder e impuso el terrorismo de Estado como forma de
represión y aniquilación de cualquier oposición política, social o sindical que
se le enfrentara. Miles de “desaparecidos” permanecen aún de aquella época
infame en que la
Operación Cóndor se encargaba de “limpiar” el país e imponer
el “orden”, un orden militar, por supuesto. La desconfianza y hasta el repudio
hacia los EE.UU en muchos países latinoamericanos provienen de este comportamiento
imperial que hacía tabla rasa de los Derechos Humanos cuando estaban en juego
intereses estratégicos. Obama no ha ido a Argentina a pedir perdón, pero reconoce
tener “una deuda con el pasado” por tales hechos y persigue una reconciliación
que restaure la confianza y apacigüe las relaciones entre el poderoso vecino
del Norte y América Latina, al ofrecer la apertura anticipada de los archivos
militares para que puedan conocerse detalles de lo sucedido en esa época.
Aprovecha, para ello, la predisposición del nuevo gobierno argentino de
Mauricio Macri para contrarrestar el sentimiento antinorteamericano que pueda
existir en un país clave en la región. Ofrece lealtad y reciprocidad a unos
vecinos que, de Canadá a Chile, conforman la plataforma desde la que EE. UU. se
irradia al mundo. Obama ofrece la novedad de intentar “controlar” ese patio
trasero basándose en el diálogo y la colaboración, ofreciendo respeto y no
injerencia, y atrayéndose la confianza y el apoyo de sus vecinos. Está por ver
que lo consiga, como ha conseguido enfriar el contencioso con Cuba, pero
voluntad e iniciativas no escatima en su empeño por hacer las Américas con una
bandera blanca de paz y amistad. El tiempo, una vez más, nos dará la respuesta.
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