La primera de ellas es la monarquía, que define nuestra
forma de Estado y un modelo de vida en común. La monarquía está sumida en el
desprestigio y es comidilla en tabernas a causa de los desmanes hormonales y
los abusos cinegéticos de un rey que no supo mantenerse a la altura dignataria
del cargo y se vio obligado a abdicar. A pesar de haber amortiguado su
designación dictatorial con el rechazo mostrado a un golpe de Estado en la
incipiente democracia, el posterior comportamiento del titular de la corona, basado
en la hipocresía y el despilfarro, ha evidenciado el abuso y una falta de
respeto con unos “súbditos” a los que ofendía la falta de decoro en el
ejercicio de las elevadas funciones representativas del Jefe del Estado,
mientras se les exigía austeridad en lo material y acato a una moral católica,
por imperativo legal. El daño producido a la institución es tanto más grave por
cuanto viene a justificar y alimentar el rechazo que muestran amplios sectores
de la población que no toleran una monarquía sin extracción democrática ni
refrendo popular, aunque proceda avalada subrepticiamente por la Constitución. Costará
trabajo y tiempo limpiar una institución mancillada por quien debía
precisamente velar por su brillo y ejemplaridad.
También el Gobierno, actualmente en funciones por no
revalidar la confianza de los ciudadanos, ofrece esa imagen mancillada de una
institución que es percibida por la instrumentalización que hacen de ella sus
responsables ocasionales, los cuales persiguen intereses partidistas o sectarios
en vez de atender los generales que convienen al país. El último ejemplo de
ello es la incapacidad del Parlamento para constituir un nuevo equipo
gubernamental que ha de sacar de la interinidad el funcionamiento del Estado y
ponerse a trabajar para enfrentarse a los problemas que acucian a los
ciudadanos. Pero, en vez de ello, los representantes de la soberanía popular valoran
prioritario el interés de cada líder y su partido a la hora de entablar
negociaciones y acordar pactos que faciliten la formación de Gobierno. El
fracaso histórico de la sesión de investidura, que por primera vez en la
historia de nuestra democracia rechaza el nombramiento de un presidente de
Gobierno, supone una “mancha” en la institución de consecuencias desconocidas, por
cuanto extiende la situación de un Ejecutivo maniatado e interino por un plazo
mayor de tiempo, hasta nuevas elecciones, por cálculos electoralistas y partidistas.
Un fracaso producido por las intransigencias de unos y el inmovilismo de otros,
convencidos todos de estar en posesión de la verdad absoluta en sus
convicciones e ideas y en no permitir modificarlas ni aceptar las del
contrario. Unos y otros se consideran incompatibles entre sí y prefieren el
desgobierno a pactar un gobierno estable al servicio de los españoles.
Otra de las instituciones imprescindibles de la democracia,
su tercer pilar, es el Poder Judicial, gobernado por el Consejo General del
Poder Judicial, cuyos miembros responden a cuotas políticas de los partidos con
representación en el Congreso de los Diputados, representantes de las
asociaciones de jueces y los designados por el Gobierno. La debida
independencia y autonomía de este órgano resulta cuestionada por esa
dependencia política en su composición y elección, por lo que causa pavor que
cualquier decisión del Poder Judicial esté condicionada en función de la
ideología de los integrantes que la adoptan o la rechazan. La sospecha de
parcialidad o interés partidario a la hora de dictar nombramientos o de
informar propuestas sometidas a su criterio no deja de preocupar a quienes
asisten al espectáculo que a veces brindan los vaivenes doctrinales y opiniones
profesionales de los responsables del gobierno autónomo de los jueces en el
ejercicio de la función judicial. Si la justicia y la ley han de ser ciegas en
su imparcialidad, esta dependencia política de los que designan y controlan a
quienes la imparten no facilita la confianza y la seguridad de los ciudadanos,
los cuales acaban asumiendo que la ley no trata por igual a todos.
El deterioro de las instituciones sobre las que se asienta
una democracia y que derivan de los poderes cuya autonomía e independencia la
hacen posible, se debe fundamentalmente a una clase política mediocre y
sectaria que las deshonran y deslegitiman cuando las ocupan y gobiernan.
Políticos sin vergüenza que les imprimen un funcionamiento arbitrario y
clientelar en beneficio de ambiciones personales, intereses partidarios u
objetivos ideológicos. Es por ello que las instituciones, por culpa de esos
responsables ocasionales en cada legislatura, están plagadas de irregularidades
y afectadas por los escándalos de corrupción que salpican el ejercicio de la
política en España. Están mancilladas por obra de unos responsables deshonestos,
capaces de traicionar la confianza de los ciudadanos y la dignidad del cargo.
Sin embargo, gracias a las instituciones es posible mantener
la gobernabilidad del país y que no se detenga el funcionamiento rutinario de las
distintas administraciones del Estado, incluso en períodos, como el actual, en
que la falta de un plan de ruta las mantiene en una situación de “espera”, de stand by mientras se decide la
orientación que ha de impulsarlas de nuevo. Instituciones mancilladas, sí, pero
necesarias y útiles, aunque en eficiencia mejorables. Sin ellas, España estaría
hoy al pairo sin un Gobierno capacitado para tomar iniciativas, sin un
Parlamento que elabore leyes, con un Poder Judicial politizado y una Monarquía
desprestigiada. Las instituciones no constituyen el problema, sino el uso que se hace de
ellas y los abusos que cometen los responsables que las ocupan. El problema lo
originan quienes las mancillan.
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