Y es que si un cónclave al que asisten “doctores” del idioma
no está exento de estas faltas, imagínese usted lo que sucede en la calle de
cualquier país hispanohablante, donde la gente habla como le parece y escribe
como puede. Pues pasa, ni más ni menos, que los hablantes modifican y hacen
evolucionar la lengua a su antojo, partiendo en la mayoría de los casos de
incorrecciones no admitidas por los académicos y puristas, pero que la fuerza
del uso impone como normal. Si ello no fuera así, ni el español hubiera podido
derivarse de aquel latín que los habitantes de la antigua Hispania comenzaron a
transformar en dialecto, hablando un latín vulgar, hasta convertirlo en la
lengua en la que se comunican hoy más de 400 millones de personas en todo el
mundo.
No será el caso, probablemente, de la palabra “magestad”
cuyo término correcto está sólidamente asentado en nuestra lengua como para temer la mudanza
de su majestuosa consonante, tocada con ese punto que corona una letra estirada
cual miembro de la realeza, a pesar de lo cual resulta maja, nada majadera. Si
los hablantes, o el empecinamiento, más bien, de los escribientes, persisten en
acomodarla junto a magenta, magia o magistral, acaso perdería ese encanto
estilizado y simpático, próximo al jolgorio, que su presencia denota para
convertirse en un vocablo adusto, con la magnificencia de una alta
magistratura.
Claro que en Puerto Rico todo es posible, acostumbrados como
están al mestizaje idiomático para no volverse paranoicos con las lenguas que
la historia y la política imponen a sus habitantes. No sólo incorporan
anglicismos al español con toda la naturalidad del mundo, sino que combinan
expresiones del inglés y el castellano para elaborar una especie de spanglish con el que administran las
influencias que reciben de ambos ámbitos lingüísticos. De hecho, el
americanismo de Puerto Rico figura en el Diccionario de la Real Academia desde
antes que lo exigiera el escritor y dramaturgo puertorriqueño Luis Rafael
Sánchez en el citado Congreso.
Una errata no hace desmerecer una lengua como una golondrina
no hace verano, por mucho que se empeñen los malintencionados que enseguida
denuncian ignorancias, descuidos o provocaciones premeditadas. Los
puertorriqueños acumulan en su habla sustratos de las lenguas arahuacas, del
español periférico de los conquistadores andaluces, extremeños y canarios y,
finalmente, del inglés que la política, la tecnología y la economía introducen sin
apenas resistencia, como para dar importancia a un error que sólo evidencia la
falta de supervisión en la elaboración de un programa de televisión. En la isla
se sigue hablando español con todas las aportaciones y modalidades que la
historia y las peculiaridades brindan, sin que por ello el idioma corra más
riesgo que el de su propia evolución. La confusión de una letra en una palabra
no representa más que eso: una confusión propiciada por una misma fonética que
no distingue diferencia, algo mucho menos grave, si me apuran, que el “¡mi arma!”
coloquial de los castizos andaluces cuando pretenden expresar un cariñoso “¡mi
alma!”.
“Magestad” será, por tanto, sólo una anécdota inoportuna e
improcedente en un Congreso de la
Lengua que, aparte de ser ajena a los organizadores del evento,
expresa gráficamente la necesidad de un mayor rigor en el uso del idioma por
parte de los medios de comunicación, más presencia en el mundo de las
tecnologías para no ser sustituido por términos anglosajones y más fortaleza
en su proyección en las industrias culturales y en la educación para poder
seguir siendo, durante otros 500 años, una lengua viva que aúna países,
culturas y personas en todo el mundo. ¡Vamos, que no es una lengua muerta!
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