Asomarse al Universo es asombrarse de la insignificancia de nuestro planeta en tan vasto espacio, casi infinito. En ese enjambre de soles que se extiende mucho más allá de lo que pueden percibir nuestros sentidos y nuestra técnica, la Tierra
resulta una minúscula partícula que flota perdida en una de las incontables
galaxias que pueblan el Cosmos. Ante tan inconmensurable vacío estelar, el ser
humano no puede menos que cuestionar la singularidad de su existencia y
elucubrar sobre la posibilidad de vida en otros mundos, lo que cualquier
estadística al respecto hace más probable que acertar la lotería. Consecuentemente,
invierte recursos, conocimientos y tecnología que satisfacen esa curiosidad,
investigando todo rastro que confirme unas sospechas hasta donde puede alcanzar
el ingenio: la luna, los planetas vecinos y los cuerpos siderales que se ponen
a tiro. Y los hallazgos son sorprendentes.
La NASA,
la agencia norteamericana encargada de la exploración espacial, recaba constante
información sobre la composición de nuestro Sistema Solar a través de sondas
automáticas, naves tripuladas y “cacharros” robotizados que han logrado posarse
en planetas, satélites y asteroides más o menos cercanos. Los datos recogidos
revelan la existencia de agua o de sus componentes químicos (hidrógeno y
oxígeno) en muchos de estos cuerpos, reforzando la hipótesis de que la vida,
tal y como la conocemos, no sólo es posible más allá de
la Tierra, sino que incluso pudo
haber aparecido antes de que se formara el solar que habitamos. Tal sospecha de
los científicos, que constatan componentes del agua en las atmósferas, cortezas
e interior de los grandes planetas de nuestro Sistema Solar (Júpiter, Saturno,
Urano y Neptuno), en forma de hielo en algunas de sus lunas (Ganímedes, Europa,
Calisto, Titán, etc.) o señales de su existencia abundante en un pasado remoto
(Marte), lleva a plantearnos interrogantes sobre nuestra supuesta especificidad
como representantes exclusivos de la vida en el Universo.
Si, como aseguran los responsables de estas misiones
espaciales, dentro de pocos años las evidencias de vida extraterrestre serán
indiscutibles, tal certeza acarreará, además de retos científicos
impresionantes, una hecatombe filosófica para los defensores del creacionismo y
para la visión antropocéntrica con la que todas las religiones resaltan al hombre,
cuya existencia relacionan directamente con la voluntad de un ser sobrenatural
y todopoderoso, y no fruto de unas condiciones físicas especiales que ya encontramos
en muchos otros lugares del Universo. La ciencia aporta, en línea con la
probabilidad estadística, conocimientos para conjeturar, cada vez con mayor
fundamento, que no estamos solos en el Universo, como la imaginación siempre
había soñado.
Nos referimos a moléculas, aminoácidos, tal vez proteínas
que sinteticen alguna sustancia, organismos unicelulares o microbios con los
que, en un proceso de complejidad creciente, la evolución puede llegar a desarrollar
especies vivientes hasta culminar en un
ser autoconsciente e inteligente. Si en este remoto y discreto mundo azul todo ello
fue posible, ¿por qué no lo va ser en cualquiera rincón del Universo donde confluyan
idénticas condiciones? Rastros de tales condiciones, como es la existencia de
agua, parece que se detectan sin ningún género de duda, lo que confiere a la
investigación espacial un interés extraordinario como casi nunca antes en la
historia. Un interés acrecentado por la confirmación de las premisas originales:
hay vida extraterrestre. Esa convicción es la que mueve a la científico jefe de
la NASA, Ellen
Stofan, a señalar que “tendremos fuertes indicios de vida en otro planeta
dentro de una década, y pruebas definitivas dentro de 20 ó 30 años”, como
afirmó hace unas semanas en un foro de debate sobre zonas habitables en el
espacio. Encontrarlas es sólo cuestión de tiempo, porque “sabemos dónde buscar
y sabemos cómo buscar (…) disponemos de la tecnología y estamos en camino de
implementarla”, añadió la responsable científica de la Agencia Espacial.
Para el director del área de heliofísica de la NASA, Jeffery Newmark, el hallazgo de vida no es
una posibilidad “si es que sucede”, sino “que sucederá”. Pruebas, como la
aportada por el robot Curiosity -que permitió conocer que en un cráter de Marte
existió un lago hace millones de años-, alimentan las esperanzas de descubrir
esos rastros de vida extraterrestre que los soñadores imaginamos cada vez que
miramos el cielo estrellado.
Estoy convencido de que ese descubrimiento se producirá más temprano que
tarde y que proporcionará renovados bríos a la Ciencia para escudriñar el
Universo, conocer sus leyes y determinar el lugar que ocupa la especie humana
en él. No es la singularidad de la vida lo que categoriza nuestra existencia,
sino la capacidad para pensar, estar dotados de inteligencia para escapar a los
determinismos biológicos o ambientales y ese afán por conocer las causas de
todo cuanto nos rodea, empezando por uno mismo. Una conclusión que ya había
sido deducida por el raciocinio del Hombre, pero rechazada por las creencias de
los dogmáticos, y que ahora se verá contrastada por la Ciencia, para subrayar
aquel “eppur si muove” que la leyenda atribuye a Galileo cuando tuvo que
abjurar de su teoría heliocéntrica por presiones de la Iglesia. Si todavía se mata por
motivos religiosos en este mundo, expulsar a Dios del origen de la vida en el
espacio despertará la ira de los fundamentalistas radicales de todas las
creencias. Razón de más para empeñarse en el conocimiento y perseguir el
rastro de vida extraterrestre, como hace la NASA.
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