Que la política, sobro todo la internacional, es algo sumamente complejo, es de sobra conocido. Si hasta las relaciones vecinales en una comunidad de propietarios son difíciles, imagínense las que han de establecerse en un país o entre naciones del mundo. La diversidad de intereses en juego es enorme y los objetivos de cada cual, distintos y, en muchos casos, contrarios o enfrentados. Por ello, intentar abordar la comprensión de las relaciones internacionales desde la óptica del “blanco o negro” es desconocer la complejidad de la política. O con las gafas del “bueno o malo” que nos hace distinguir a amigos y enemigos.
Evidentemente, cada país defiende lo que le interesa y
beneficia, lo que necesita para su desarrollo, prosperidad y seguridad. El
intercambio comercial es posible gracias a la política, así como unas mínimas
reglas que sirven para regularlo y poder participar del comercio global. En
otras épocas, esas normas las imponía por la fuerza el estado poderoso que
invadía y saqueaba los recursos de los que se abastecía. Más tarde, estableció
colonias que nutrían al colonizador de materias primas a cambio de cierta
autonomía a los nativos para su gobierno interno. Así surgieron muchos de los
sátrapas que en un principio consentimos y luego ayudamos a derribar, lo que ha
generado problemas nuevos. Ya no existen colonias en el mundo, a las que la ONU reconoció el derecho a la
independencia, si gobiernos democráticos así lo decidían. Tal avance ha evitado
muchas guerras, pero ha engendrado multitud de conflictos regionales. La
responsabilidad de las grandes potencias en el orden mundial es, sin duda,
innegable, pues la mayoría de tales conflictos derivan de situaciones
coloniales antiguas, pugnas raciales/religiosas o del control de las fuentes/territorios
estratégicos, en su día mal resueltos. La historia de esos países explica, que
no justifica, el polvorín que actualmente existe en el mundo árabe, en el
cáucaso, en el sudeste asiático y en Sudamérica, sin olvidar los que afectan a
Rusia con sus exsatélites, como esa guerra que libra no tan solapadamente en el
este de Ucrania después de arrebatarle la península de Crimea. Todo un enjambre
de relaciones complejo y enrevesado.
Se puede intervenir en este mundo endemoniado con una actitud
dialogante o, según las capacidades, violenta, imponiendo con la fuerza o la
disuasión militar criterios y condiciones a terceros. A los partidarios del
diálogo los consideramos “palomas”, y a los de las decisiones contundentes, “halcones”.
Es una manera simplista de reconocerlos, dando por supuesto que los “halcones”
pueden dialogar y las “palomas” tirar bombas. Barack Obama, como antes en
nuestro país José Luis Rodríguez Zapatero, pertenece al bando de las “palomas”,
líderes tachados de “blandengues” por su tendencia a buscar acuerdos que
resuelvan conflictos mediante el diálogo y la negociación. Para los “halcones”,
cualquier negociación es una cesión; cualquier acuerdo, una derrota; cualquier
solución, una rendición propia o una victoria del enemigo. En España
participamos de esa dicotomía a la hora valorar las negociaciones con la banda
terrorista ETA, acusando al expresidente socialista de rendirse a los
violentos. O cuando analizamos nuestras relaciones con Marruecos y los
problemas en las ciudades fronterizas de Ceuta y Melilla. Frente a tales focos
de tensión, unos son partidarios de la “fuerza”, y otros del diálogo. Lo que no
se puede, en ningún caso, es ignorar nuestros compromisos, como el respeto a
los Derechos Humanos y a la
Constitución , marco legal que conforma los valores que nos
guían colectivamente como país democrático en un Estado social y de derecho.
Obama, “paloma” norteamericana que mató a Bin Laden, acaba
de encausar pacíficamente el problema del programa nuclear de Irán, alcanzando en
unas negociaciones multilaterales, en Lausana (Suiza), un acuerdo provisional
que, si los “halcones” de ambas partes no lo sabotean, supondrá un pacto que
cierra a ese país el acceso a la bomba atómica. Sería un primer paso para que
los persas se adhieran al Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares (TNP),
que era lo que la comunidad internacional deseaba. Los republicanos del
Congreso norteamericano y Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, se
declaran contrarios a estas negociaciones y muestran públicamente su desacuerdo
al mero hecho de sentarse en la mesa con un país del que no se fían y al que
acusan de tener ambiciones expansionistas y promover el terrorismo en la
región. Los “halcones” americanos preferirían continuar y hasta endurecer las
sanciones económicas con las que obligan a los iraníes a doblegarse a las
exigencias del TNP , y los “duros” israelíes amenazan abiertamente de destruir
“manu militari” cualquier instalación nuclear de la que se sospeche que sirve
para construir una bomba. De hecho, el ministro israelí de Asuntos
Estratégicos, Yuvai Steinitz, ha afirmado que “no descartaba la opción militar
para hacer frente a la amenaza iraní.” Ninguna de estas amenazas “halconeras” es
baladí, pues ambas se han ejecutado en otras ocasiones.
Sin embargo, ninguna de ellas ha impedido que Irán
continuara con su programa nuclear, sin ofrecer garantías de que su finalidad
era exclusivamente civil. Emprender una nueva ofensiva militar, tras las
aventuras desastrosas en Irak y Afganistán, no parecía aconsejable a EE.UU. sin
una causa clara y evidente que obligara a ello. Obama ha optado por la vía
diplomática del diálogo para, sin renunciar a la fuerza, establecer
negociaciones que condujeran de manera pacífica al objetivo perseguido: que Irán
no se dote de la bomba atómica. Y ha alcanzado un pacto que parece anticipa ese
acuerdo final que garantiza la no proliferación de armas nucleares en la
región. Es su manera de actuar en política, con resultados que invalidan las críticas
procedentes de los “halcones” de su país y del mundo. A partir de ahora, los
inspectores de la
Agencia Internacional de la Energía Atómica
volverán a comprobar “in situ” el cumplimiento de estos acuerdos, que reducen
las reservas de uranio enriquecido, el número de centrifugadoras, limitan la
capacidad de producción y permiten la supervisión de todas las instalaciones
nucleares de la
República Islámica. La contrapartida es el levantamiento de
las sanciones económicas que soportaba Irán.
Otro conflicto enquistado en la historia norteamericana es el
de Cuba, país con el que Obama ha establecido negociaciones para la
normalización de las relaciones. Un bloqueo de décadas que no ha derribado al
régimen comunista ni ha empujado a la población contra su propio gobierno, a
pesar de las calamidades que venía sufriendo como consecuencia del mismo. Los
resultados de la nueva política de diálogo con Cuba están por ver, pero los
cubanos se sienten exultantes ante las posibilidades que adivinan si se
mantiene la apertura entre ambos países, al igual que los empresarios
norteamericanos de disponer de un nuevo mercado en el que hacer negocios.
Sólo en contadas ocasiones es necesaria la fuerza, aunque
cuando esta llega su uso es imprescindible. Sin embargo, los “halcones” están
convencidos de que la actitud “dura” es garantía de seguridad para alcanzar
cualquier objetivo. La historia demuestra lo contrario. Los logros más
beneficiosos y duraderos son los alcanzados mediante el diálogo y la
negociación, basados en el mutuo respeto y la reciprocidad. Obama se muestra
realmente interesado en intentar resolver los problemas con los que se ha
enfrentado a lo largo de sus dos legislaturas, con un balance modestamente
positivo, aunque no reconocido por la derecha ideológica de su país y minusvalorado
por la del resto del mundo. Aparte del conflicto con Irán y Cuba, ratificó el
nuevo tratado START con Rusia, que limita el número de cabezas nucleares de
ambos países; retiró paulatinamente sus tropas de Irak y Afganistán e intentó
cerrar la cárcel de Guantánamo. Durante su mandato, impulsó una reforma
sanitaria que extiende la asistencia médica a toda la población, en un país
donde el medical care no se concibe
si no es con una póliza privada; una reforma fiscal que ha permitido la mejoría
económica, la superación de la crisis y la creación de empleo, y una reforma
migratoria que buscaba, no tanto regularizar a los “sin papeles”, sino
proporcionarles alguna ayuda con la suspensión de su deportación durante un
plazo de tres años y la posibilidad de solicitar un permiso provisional de
trabajo. Ninguna de estas reformas, excepto la económica, la ha culminado como
confiaba debido a la encarnizada oposición de los republicanos. Pero así es la
política.
Con todo, Barack Obama pasará a la historia, no como el primer presidente afroamericano de Estados Unidos, sino por la sensibilidad social de sus políticas y por iniciar la solución a los grandes conflictos crónicos que heredó de administraciones anteriores. No ha asentado la paz en el mundo, pero evitando que Irak disponga de armamento nuclear lo ha hecho un poco más seguro. El tiempo revalorizará su legado.
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