También nos puede arrancar violentamente de nuestras confortables
existencias un conductor de tren entretenido con su teléfono móvil o un
automovilista despistado que cree que todos los demás vehículos con los que se
cruza se han equivocado de dirección. Incluso, el capitán engreído de un barco
que se acerca demasiado a la costa para impresionar a una ingenua amiga. Hasta
una simple cáscara de plátano nos puede desnucar fatalmente mientras damos un
paseo por la acera. Existen infinitas oportunidades de sufrir un accidente que
conlleve poner nuestro nombre en una esquela. Ni las calles ni nuestras
viviendas ofrecen una seguridad garantizada al cien por ciento de evitarnos un
susto. Los riesgos se multiplican exponencialmente cuanto más grande, moderna,
compleja y dinámica es la urbe en la que habitamos. En ella será muy difícil
que nos atropelle un caballo desbocado, pero podemos morir electrocutados por
una farola, despeñados de una atracción de feria o asfixiados por un escape de
gas.
A veces, muchas más veces de lo deseable, la temeridad de
algunos los empuja a jugarse la vida por incomprensibles razones que guardan
más relación con las hormonas, la emulación y el egoísmo antes que por un afán
de explorar los límites de lo posible o del conocimiento. No pocas veces, también,
por la ignorancia y su gran virtud, el atrevimiento. Lo grave, en estos casos,
no es buscar la oportunidad de enfrentarse a una tragedia, sino causársela a
personas que para nada desean seguir los pasos del irresponsable.
El paracaidismo extremo induce a los más arriesgados a
planear sobre el perfil de una montaña vestidos de hombres-pájaro para acabar
empotrados contra el suelo al más mínimo contratiempo. Otros deciden hacer
expediciones a sitios remotos para escalar paredes verticales sin contar con
guías ni equipo de apoyo en caso de emergencia. Los más irresponsables, si
cabe, no tienen empacho de embarcarse en deportes de alto riesgo sin la debida
preparación o en lugares inadecuados, desoyendo cualquier advertencia del
sentido común. Pero, peor aún son las “negligencias profesionales”, las que
cometen los “chapuzas” de cualquier gremio. Son peores porque sus consecuencias
las pagan quienes confían en la “profesionalidad” del negligente. Tal es el
caso de la compañía que demora el arreglo de una avería que provoca que
finalmente el avión se estrelle. O la empresa que se ahorra mecanismos de
seguridad hasta que es desgraciadamente demasiado tarde. O la institución sanitaria
que no detecta al energúmeno que ocasiona la amputación de los dedos del pie de
una mujer a la que perforó el útero cuando le extraía un dispositivo
anticonceptivo. Etcétera.
Vivimos en un mundo donde cada día se producen atentados,
accidentes y negligencias que ayudan a la parca
realizar su labor. Cuando alguna de estas posibilidades nos roza de cerca,
tanto individual como colectivamente, es cuando percibimos su mortífera
excepcionalidad. Una excepcionalidad que, aunque sólo supone cerca del 5 por
ciento del total de defunciones (el 95 por ciento restante es a causa de una
enfermedad), no deja de ser una cifra inquietante que se lleva a mucha gente
por medio, sin estar preparada para ello, sin desearlo y de una forma tan
gratuita que da escalofríos.
Nadie quiere abandonar este mundo antes de tiempo, pero
algunos parecen decididos que no lo consigamos. No es por alarmar, pero téngalo
en cuenta antes de salir de casa, aunque sólo vaya a la peña a jugar dominó.
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