¿Lo de Bangladesh sólo puede pasar en Bangladesh? Soy reiterativo con el nombre del país porque allí, en la ciudad de Dacca, el hundimiento de un edificio en precarias condiciones, que albergaba decenas de factorías textiles para marcas occidentales, ha provocado la muerte de más de 400 personas y se estiman en centenares las desaparecidas bajo los escombros. Era el Rana Plaza, un antiguo centro comercial convertido en industria fabril, donde trabajaban cerca de 4.000 personas en apretados talleres que se repartían entre sus ocho plantas, tres de ellas elevadas sin ninguna garantía técnica sobre la estructura original de cinco alturas. Debido a la aparición de crujidos y grietas, los trabajadores habían alertado en repetidas ocasiones, incluso el día anterior a la tragedia, del pésimo estado de las instalaciones, pero esas advertencias habían sido ignoradas por el propietario de las instalaciones y por los gerentes de las empresas allí ubicadas.
¿Esto sólo pasa en Bangladesh? No era la primera vez. A
finales del año pasado –hace sólo unos meses-, otras tragedias se habían cebado
sobre sendos inmuebles que se convirtieron en pasto de las llamas, dejando un
balance de 120 muertos en uno de ellos. También eran instalaciones bengalíes
que fabricaban ropa para Occidente. La estadística de siniestralidad resulta
terrorífica: más de 600 muertos y 2.000 heridos en seis años. Pero lo más
vergonzoso de todo ello es que estos “accidentes” podían haberse evitados
porque eran previsibles, dadas las amenazantes condiciones en que se hallaban
los edificios. Pero nadie hizo nada por solucionarlo.
Zara, Massimo Dutti, El Corte Inglés, Mango, H&M, Tommy
Hilfiger, Calvin Klein y otras, son marcas de prestigio en España que elaboran
parte de su mercancía, la que nos venden a precios occidentales, en talleres de
Bangladesh, Pakistán o China, en inconcebibles condiciones laborales, insalubres
y carentes de la más mínima seguridad, que vulneran abiertamente no sólo los
derechos de los trabajadores, sino también los Derechos Humanos. Pero en las
prendas que consumimos no figura la etiqueta “Made in Bangladesh” para saber
que han costado la vida de quien las confecciona.
¿Y por qué se fabrica allí? Estas industrias florecen en
esos países gracias al trabajo a destajo y los costes irrisorios, que
proporcionan beneficios astronómicos a las empresas que las contratan. Con todo,
estas contratistas presionan constantemente a los proveedores para acortar
plazos y reducir aún más los costes, lo que empuja a ignorar todo tipo de
garantías y seguridades en el trabajo. Más de tres millones de personas
trabajan en las 4.5000 fábricas de un sector que supone uno de los motores de
la economía de Bangladesh, segundo exportador de ropa del mundo, detrás de
China. Toda esta pujante industria descansa, empero, en el desprecio del
trabajador, cuyo coste salarial es de únicamente 32 centavos la hora, el más
bajo del mundo, y en la nula inversión para mejorar sus condiciones laborales y
no hacer caso de sus derechos más elementales. Constituyendo, por ejemplo, el
80 por ciento de las plantillas, a las mujeres no se les concede la baja por
maternidad en la mayoría de las empresas, a la que deberán enfrentarse sin
ninguna prestación económica.
Con una rentabilidad que multiplica por diez el coste real
del producto, las presiones a la baja de las multinacionales del sector, unos
salarios de miseria y alquileres flexibles y baratos de instalaciones e
infraestructuras, se entiende fácilmente que las firmas extranjeras acudan como
moscas a invertir en esos países donde las “catástrofes” se suceden como el
monzón, con regularidad cíclica, sin que ninguna consciencia se remueva
inquieta. Todas esas marcas participan, así, de un comportamiento criminal,
cómplice de los propietarios de aquellas instalaciones, al desentenderse de las
condiciones laborales existentes en los talleres donde confeccionan el género
que lleva su etiqueta, por mucho que suscriban acuerdos de Responsabilidad
Social Corporativa y Memorándum de Seguridad y Garantías, que sólo sirven como un elemento
más de marketing para las ventas en Occidente, donde la moral es como la de los
refrescos de moda, light.
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿esto sólo puede
suceder en Bangladesh? Aparte de lo
señalado, esta industria se asienta en esos países porque tampoco hay
sindicatos que vigilen y luchen por un mínimo de seguridad laboral y a favor de
unas condiciones dignas de trabajo; no hay administraciones públicas que
regulen, inspeccionen y controlen a estas empresas, ni un Estado que ofrezca
ayuda pública y protección a los maltratados por las desigualdades sociales y
económicas. No existe formación en seguridad e higiene en el trabajo, las
negociaciones colectivas brillan por su ausencia; la escala salarial no viene
determinada en ningún convenio; no hay posibilidad de quejas y reclamaciones;
la práctica de las subcontratas es habitual y opaca; por no haber no hay ni extintores
ni escaleras de incendios en los edificios; las horas extras no se pagan pero
se exigen; el agua potable es, en muchos casos, un lujo; faltar o retrasarse en
el trabajo se castiga con reducciones desorbitadas de salario o con días
adicionales sin sueldo; bajas, enfermedad, vacaciones y otras causas pautadas
de libranza laboral ni se contemplan; el cómputo de horas lo determina el plazo
de entrega o el número de piezas por hora, con semanas laborales de 54 horas y
turnos arbitrarios; y son constantes las presiones y los abusos indiscriminados
por parte de los empresarios. ¿Suena esta “música” de algo?
Bangladesh es un aviso a navegantes. Ese es el modelo
laboral por el que abogaba un líder de la patronal (Díaz Ferrán, afortunadamente
en prisión) para ser competitivos: “trabajar más y cobrar menos”, aplicado indudablemente
a los trabajadores, no a los empresarios, como él mismo ejemplificó en sus
propias empresas. Sigue siendo la meta de todas las propuestas que realiza no
sólo la Confederación
de Empresarios (CEOE), sino también de las políticas que está impulsando el
Gobierno de España, convencido de que un mercado sin regular es más eficaz para
atender y satisfacer las demandas y necesidades de los ciudadanos. Para la
visión neoliberal de la economía, sobran sindicatos, leyes y controles que supervisen
la actividad mercantil y laboral de las empresas, cuyo afán es conseguir el
máximo beneficio posible y la más alta rentabilidad. ¿Cuántas empresas conoce
usted en España que no pagan las horas extras? ¿Cuántas que abonan salarios correspondientes
a categorías inferiores de la formación y responsabilidad desempeñados? ¿En
cuántas los turnos de trabajo no respetan el período de descanso establecido?
Siendo cada vez más fácil y barato despedir, ¿en cuántas conoce usted que se
trabaja con miedo a enfermar, discutir o contradecir alguna imposición de los
jefes y encargados? ¿A cuántas ha ocultado en el currículo estar casada para
evitar ser penalizada a la hora de un posible contrato? Parece que la regresión
en las condiciones laborales y en los derechos de los trabajadores no se limita
sólo a Bangladesh, aunque sea el caso más llamativo y tristemente espectacular.
Parece que no hay que irse tan lejos.
La deslocalización de empresas persigue paraísos, como Bangladesh,
en los que las condiciones laborales y la protección del trabajador apenas
representan “coste” alguno para el inversor, mientras disfrutan paralelamente de
excepcionales exenciones fiscales y de aranceles a la importación de material. Imponen,
además, “normas” y requisitos que obligan a eliminar cualesquiera trabas legales
que una exigua normativa laboral contemple, pero que pudieran significar alguna
merma en los beneficios. De ahí que se alteren y modifiquen planes
urbanísticos, se obvien medidas de protección ambiental y laboral, y se dicten
excepciones a leyes que estiman perniciosas a sus intereses, como las de prohibición
de fumar, el acceso de menores a casinos, etc. ¿Conocen demandas parecidas a estas, por casualidad? No
sólo Estados poco democráticos y con alta corrupción están dispuestos a
transigir con estas multinacionales, sino también aquellos en los que los
parlamentos se avienen a legislar a favor de las mismas por un puñado de
puestos de trabajos en condiciones cada vez más retrógadas.
Por ello no es baladí el ataque y la laminación del Estado
de Bienestar al que estamos asistiendo con la excusa de una crisis provocada
por la ambición desaforada de los especuladores. Tampoco es baladí ni inocente
la propuesta de Esperanza Aguirre, presidenta del Partido Popular de Madrid, para
que el Estado se libere de todas las iniciativas sociales que proveía,
transfiriéndolas al sector privado, como esos hospitales madrileños ahora en proceso
de privatización. Y nada es baladí porque lo que buscan estos idólatras del
mercado y el neoliberalismo es crear bangladesh
españoles en los que la actividad económica no se atenga a ninguna regularización
estatal ni, por supuesto, deba respetar derechos laborales de los trabajadores.
Bangladesh es un aviso para navegantes porque nos ofrece la imagen del futuro al
que nos encaminamos, donde la economía es un fin en si mismo y no está sujeta a
ninguna finalidad social, salvo al lucro y el beneficio. ¿Vamos a permitir que
aquí también pase lo de Bangladesh?
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