Es un vaticinio que se repite como un mantra: la prensa escrita está condenada a desaparecer. Hasta hay quien predice el momento exacto, situándolo hacia el año 2043, como se atreve a precisar Philip Meyer en su libro The Vanishing Newspaper, un plazo que incluso parece optimista porque, a juzgar por la magnitud de los cambios que afectan al negocio, es posible que se adelante la fecha en que el último periódico en papel publique la esquela de su propia defunción. Ya nadie pone en duda una muerte tan anunciada.
Por todas partes asoman datos que pronostican tal desenlace.
En primer lugar, la difusión de la prensa escrita en occidente lleva años
acumulando descensos imparables que ninguna de las campañas de autopromoción llevadas
a cabo (con ofertas de libros, videos, cuberterías, vajillas, juegos, relojes y
todo tipo de artículos que se pueda imaginar) ha conseguido contrarrestar. Muchos
de esos lectores han abandonado el papel por instrumentos electrónicos y
aparatos digitales que permiten la consulta del periódico de forma permanente tras
una transición que ha sido facilitada por los propios medios, que ven menguar
el volumen de su negocio ordinario y optan por la ampliación a la edición
digital para intentar compensar tales pérdidas. La totalitaria implantación de
las plataformas digitales multimedia conforma el futuro modelo de negocio de
los medios de comunicación, lo que ha provocado una carrera por ser de los primeros
en ocupar un nicho de mercado que todavía nadie sabe cómo quedará determinado.
Y eso provoca una primera reacción desesperada de consecuencias letales: la deuda
empresarial.
Los antiguos periódicos han devenido, se han integrado o han
sido absorbidos por conglomerados mediáticos que, como empresas multinacionales
que son o tienden a ser, invierten ingentes cantidades de dinero para
procurarse un lugar en una cúspide que proporcione dividendos a la sociedad o
el holding. Esa concentración de medios en conglomerados multimedia y el
elevado endeudamiento necesario para conseguirlo se ha convertido en uno de los
elementos causales de la crisis que padece la prensa en general. Se ha querido
poner una vela a la prensa escrita y otra a la digital, cuando la primera
representa un negocio en extinción y la segunda una apuesta por una
probabilidad todavía incierta. Para colmo, la crisis económica golpea a ambos modelos
con igual dureza, agravando no sólo la disminución de la audiencia en papel
sino, además, ocasionando el descenso en las versiones en digital y trasladando
la pérdida de publicidad, crónica en papel, a las ediciones en internet.
Para el analista Juan Varela (http://www.periodista21.com/2013/04/caen-los-diarios-en-papel-y-en-internet.htlm),
tal desplome de lectores -en papel y digital- evidencia “un agotamiento del
modelo y una crisis de credibilidad que erosiona aceleradamente a las cabeceras
tradicionales”.
Pero el problema no es sólo de adaptación a una revolución
tecnológica de resultados inciertos. El problema surge cuando una empresa que
se dedicada a editar un periódico no es rentable y busca el crecimiento para afianzarse
como conglomerado de comunicación (prensa, radio, televisión, libros,
contenidos, cine, etc.) y se endeuda hasta volverse inviable. Al descenso de
las ventas se une la caída de la publicidad y la disminución del valor de los
activos y de las acciones bursátiles, todo lo cual aboca a niveles de
endeudamiento insoportables. Es así cómo la crisis de los medios permuta en un
“capitalismo de casino” por el que los grandes ejecutivos y directivos
empresariales, incluso siendo periodistas, se prestan entonces a escudarse en
la revolución tecnológica para justificar sus desmanes imperialistas y se
comportan como cualquier patrono neoliberal: recortando gastos de redacción con
sucesivos expedientes de regulación de empleo en todas las unidades de negocio
y permitiendo la entrada en el capital de fondos especulativos dispuestos a
“pescar en río revuelto”. El problema, como señala Pere Rusiñol ("Papel mojado. La crisis de la Prensa y el fracaso de los periódicos en España" eldiario.es), es que,
desde ese momento, dejan de existir las empresas editoras de periódicos para
transformarse en empresas propiedad de sectores ajenos, fundamentalmente del financiero.
La mayoría de los grandes medios españoles ha corrido esta suerte: pertenece al
mundo financiero. Una realidad que afecta de lleno a la credibilidad de los
periódicos por el conflicto de intereses que se genera en su núcleo.
Deben asumir una nueva cultura empresarial, obligada por la
propiedad de estos conglomerados multimedia, que concibe la sociedad como
mercado y a los lectores como clientes, lo que debe redundar beneficios en la
cuenta de resultados. Y, para empezar, hay que reducir gastos. En los últimos
cinco años se han eliminado más de diez mil puestos de trabajo en el sector,
afectando especialmente a esos periodistas veteranos, reacios a vender su
independencia por un plato de lentejas. Como ejemplo caliente, la abrupta
salida de Maruja Torres de El PAIS,
hace sólo unos días, por su posicionamiento en contra de ese “capitalismo de
casino” que se practica en el diario de PRISA, empresa editora. Ella misma lo
explicaba en las redes sociales: “El
director de EL PAÍS me ha echado de Opinión y yo me he ido de EL PAÍS. Tantos
años... Pero es un alivio".
Queda, por tanto, un modelo de negocio fuertemente
controlado por sectores ajenos al periodismo que condiciona su labor y vulnera
los valores y la esencia del mismo: su credibilidad. Plantillas maleables, la
información como mercancía que puede y se debe explotar como
espectáculo al gusto del consumidor y útil para su entretenimiento, la continua
y permanente actualización de noticias que ni se contrastan ni se elaboran, simplemente
se “cuelgan” en estado bruto a cualquier hora del día o de la noche, la
precarización de unas estructuras cada vez más “baratas” a base de suprimir
corresponsalías, ahorrar en colaboradores de prestigio y contratar a jóvenes periodistas
mal retribuidos y sin tiempo para investigar ni hacer reporterismo de calidad,
etc., todo ello es lo que está ocasionando la crisis mortal de la prensa. Dice
Lluís Bassets en su último libro ("El último que pague la luz. Sobre la extinción del periodismo", editorial Taurus, Madrid 2013) que “el
periodismo como oficio queda engullido en las profesiones de comunicación,
hasta que éstas, a su vez, quedan englobadas en la vida digitalizada”.
Ese es el caldo de cultivo en el que proliferan los medios
digitales dispuestos a ofrecer al lector la instantaneidad que desea, la
comunicación constante y permanente, el flujo imparable de noticias sin apenas
confirmación, procedentes en su mayor parte -a falta de fuentes y recursos
propios- de gabinetes de prensa, agencias de relaciones públicas, de
instituciones diversas y de otros medios en la red que se dedican a rebotar lo
que reciben. La exuberancia informativa parece una característica del
periodismo digital. Sin embargo, no son verdaderas noticias, en el sentido
clásico del término, sino versiones y refritos de lo que puede convertirse en
noticia o permanecer como un bulo miles de veces repetido, como esos mensajes
que se reenvían hasta el infinito en los e-mails entre particulares.
Más que una crisis tecnológica, lo que está matando a la
prensa es su claudicación ante la economía y los intereses extraños que hacen
prevalecer los nuevos propietarios. Como ya adelantaba en la primera entrega de
este comentario, se trata de una crisis mortal, a menos que el periodismo sepa
evolucionar. Porque, sea en papel o en modo digital, la prensa sólo tiene una
finalidad: desenmascarar al poder, reclamarle transparencia y desvelar la
verdad que pretende ocultar, convertirse en la mosca cojonera de cualquier
poder establecido, sea político, económico o social. Sólo así puede cumplir con
su función antiséptica en las democracias, al extender la información relevante
entre los ciudadanos para que pueda conformarse una opinión pública. Sea cual
sea el soporte en que se base, la prensa tendrá futuro si los periodistas
siguen confiando en un oficio imprescindible que ofrece información veraz,
relevante y contrastada de manera diligente, elaborada con independencia de los
hechos, de las personas que protagonizan esos hechos y de los poderes que
intentan mediar en su trabajo, manteniéndose firmes en la lealtad inexcusable
hacia los ciudadanos.
Eso es lo
que me hace otear apesadumbrado un horizonte que se empeña en presentar negros
augurios sobre la crisis de la prensa: está instalada en su mismo corazón, allí
donde late el buen periodismo.
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