Todas las tardes daba una vuelta por el barrio, más por territorialidad que por ejercicio. Sabía que satisfacía una necesidad de pertenencia a un lugar y no, como todos creían, un imperativo por cuestiones de salud. Le gustaba recorrer calles que conocía adónde conducían y ver los comercios que continuaban, a pesar de la crisis, abiertos a una clientela cada vez más reducida. Sentía debilidad por el pequeño comercio, locales con un solo vendedor, casi siempre el dueño, en los que podía adquirir un electrodoméstico, una herramienta, zapatos, ropa interior, tomar una cerveza, comprar pintura, un enchufe o cualquier otro artículo, sin necesidad de acudir al centro de la ciudad o a unos grandes almacenes. Dependiendo de las fuerzas y el ánimo, el recorrido podía ser más amplio o limitado, pero siempre alrededor de su casa, punto de partida y llegada de su exploración vecinal. Nunca pudo imaginar cuánta integración había conseguido con su entorno, en el que era conocida su figura. Por eso, cuando dejaron de verlo, todos creyeron que había muerto. Fue lo que sintió el día que lo ingresaron en la residencia para ancianos. Sin los paseos, había empezado a morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario