Algunas organizaciones, como también ciertas personas, no toleran crítica ni discrepancia alguna, incluso cuando son fundadas y obedecen a hechos realmente repudiables en cualquier otro ámbito. Los seguidores más fanáticos de las mismas, ante la tesitura de admitir y reprobar tales actuaciones, prefieren silenciar al denunciante, establecer comparaciones con conductas similares o aún más degradantes protagonizadas por otros o responder con la humillación y el encarnizamiento de quien ose transgredir lo que consideran intocable. Exigen obediencia absoluta, acatamiento sumiso a su autoridad y la aprobación unánime de su proceder. Hay que aceptarlos sin rechistar.
Aunque parezca una actitud de épocas pretéritas, cuando el autoritarismo y la fuerza eran los instrumentos para imponer un pensamiento monolítico, persiste en la actualidad la inercia de quienes prefieren castrar toda discusión que rebata unos idearios que no resisten la confrontación racional y se parapetan en la tradición y en unos pretendidos valores inmutables que han de preservarse a cualquier precio, llegado el caso con el chantaje y las amenazas.
Mientras mayor fue la fuerza de que dispusieron, más furibunda en su reacción ante el debilitamiento que sienten, aunque no lo reconozcan. No consiguen amoldarse a la disminución de aquella influencia con la que dominaron voluntades, atesoraron bienes y sometieron a gobiernos hasta extremos que exceden a la finalidad de los objetivos que dicen perseguir. Siglos constituyendo un poder terrenal transnacional sin control alguno alimentan semejante soberbia. Por ello no es de extrañar que, ante un simple escrito de un joven periodista que deplora los privilegios que concede el Estado al representante de una organización de tal naturaleza, haya creado ampollas entre los iracundos que anidan en su seno. A pesar de ser comportamientos patológicos conocidos en psiquiatría, su emergencia se produce tanto en personas aisladas como en colectivos, pues se generan como un mecanismo de defensa ante la percepción de situaciones, reales o imaginarias, que consideran adversas y que creen hace peligrar su supervivencia. Cualquier cambio les parece lesivo y son incapaces de adaptarse a la evolución del entorno.
Algo parecido sucedió con los dinosaurios, aunque perduraron millones de años sobre la faz de la Tierra. La religión, como fenómeno cultural, vive aún en la infancia de un tiempo comparado con el de aquellos animales de los que sólo queda su rastro fósil. Si los primeros sucumbieron al no adaptarse a los cambios en su alimentación, la religión como pensamiento de trascendencia que pretende conformar las conductas no sólo de los que simpatizan con su mensaje, sino las de toda la Humanidad, también adolece de idéntica rigidez orgánica que paraliza su adecuación a nuevas circunstancias. No acepta la evolución de ideas, conocimientos, costumbres y valores que se producen en la historia del hombre, y por ello se siente agredida cuando se enfrenta a un entorno que dominaba, pero que ya no se deja tutelar tan fácilmente ni acata sin rechistar sus exigencias.
Que hoy en día la religión sea desalojada de la esfera pública para recluirse en el ámbito particular de los creyentes, es algo considerado como ofensa. Que la moral no sea una asignatura troncal en la enseñanza, es un ataque a los valores tradicionales. Que el matrimonio sea una decisión que cualquier pareja, sin distinción de sexo, pueda formalizar en virtud de un contrato legal, es rechazado como afrenta e injerencia a sus prerrogativas seculares. Que el aborto y la investigación científica sean considerados derechos regulados por leyes civiles, es combatido como una agresión sacrílega. Que un ciudadano exponga públicamente que con sus impuestos no se sufrague el acto pastoral de un Papa católico en un Estado laico, al que visita como medida de presión para impedir todas estas políticas citadas, es repudiado como un insulto a los creyentes. Que un medio de comunicación permita la difusión de una pluralidad de opiniones, es algo intolerable por el que deberá pedir disculpas.
Todo ello es lo que ha desencadenado la columna de opinión de mi amigo Raúl Solís en Montilla Digital. Es digna de leerse para valorar si realmente en este país los derechos constitucionales y las libertades que nos asisten son reconocidos por todos. Sobre todo en función de los comentarios y las amenazas vertidas contra el autor y el medio de comunicación. Si la intransigencia, la intolerancia, el fanatismo y hasta la violencia, sea material o velada, son los recursos que aún se utilizan contra el discrepante por un simple artículo, es que todavía no sabemos vivir en democracia ni asumir la pluralidad de una sociedad diversa y compleja. Denota la persistencia en el inmovilismo de estructuras caducas y condenadas a la desaparición, por culpa de ellas mismas y de la parálisis que agarrota su organismo.
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