Sus padres no lo bautizaron por desidia, no por falta de fe. Eran religiosos hasta cierto punto, con su pizca melodramática. Acudían los domingos al servicio religioso y a los sermones de Semana Santa para escuchar las siete palabras. El padre hacía ayuno total un día al año, bebiendo sólo agua entre lecturas de la Biblia, una especie de penitencia para seguir cogiendo alguna borrachera el resto del año y hacérsela perdonar. El tío que estaba destinado hacer de padrino nunca encontró tiempo para ello, por lo que el niño creció hasta tomar consciencia de no querer que le mojaran la cabeza. Toda la parafernalia religiosa le parecía un apoteósico decorado de cartón piedra para ocultar flaquezas y miedos. Sin embargo, el niño se casó al final por la iglesia pero tampoco bautizó a sus hijos, para seguir la inercia y ser medio consecuente. Luego vinieron algunos nietos que continuaron con la costumbre de no bautizarse. Son los descreídos por culpa de un tío que nunca tuvo tiempo para cumplir un ritual social. Gracias a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario