Soportamos una crisis que deja sentir sus efectos en la economía nacional y en la vida de muchas personas, millones de ellas empujadas a un paro que, por más subvenciones y ayudas que intenten paliarlo, provoca desesperanza y sufrimiento en quienes lo padecen. Se trata de una situación cuya gravedad nadie discute aunque no exista unanimidad en su diagnóstico (estructural, sistémica, financiera, por las hipotecas subprime, de confianza, etc.) ni en las medidas necesarias para combatirla y evitarlas en el futuro (regulación, desregulación, desmantelamiento del Estado el Bienestar, más mercado, etc.)
Lo más curioso de la coyuntura es que las voces que más alto claman su lamento no son precisamente la de esos parados a los que muchas empresas, obligadas por pérdidas o utilizándola como excusa, aprovechan la crisis para reducir plantillas, librarse de contratos indefinidos, acogerse a expedientes de regulación de empleo, aumentar horarios o disminuir salarios y conseguir que los convenios, en la negociación con la patronal, contemplen indemnizaciones más baratas por despido. Toda una serie de medidas encaminadas a reducir gastos de producción a costa de los trabajadores, pero que mantiene intactos los puestos y retribuciones de los cargos directivos, que llegan incluso a cobrar beneficios y dividendos incompatibles con las supuestas dificultades que dicen atravesar sus empresas.
En este sentido, fue paradigmático el comportamiento del anterior presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, que al tiempo que endurecía sus exigencias sobre la reforma laboral, las empresas de su propiedad se encaminaban inexorablemente a la quiebra (Viajes Marsans, Seguros Mercurio, Air Comet, acusaciones de fraude fiscal en Aerolíneas Argentinas, etc.), dejando miles de afectados en el más absoluto desamparo, clientes abandonados sin prestárseles el servicio cobrado y unas deudas millonarias ante las cuales se declara insolvente. Este era el representante del empresariado que acusaba al Gobierno de no haber sabido prever la crisis ni actuar con la contundencia que él ha demostrado en sus negocios.
Su sucesor en la patronal, Joan Rosell, tampoco se priva de exponer sus recetas contra la crisis, consistentes en acabar con los funcionarios “prepotentes e incumplidores” y con aquellas personas que se apuntan al paro “porque si”, me imagino que dijo lo primero mirando a su antecesor a los ojos y refiriéndose con lo segundo a los trabajadores que aquel dejó en la calle con su brillante gestión.
También son curiosas las recientes declaraciones de los modistos Victorio y Lucchino, diseñadores que han creado una marca de alta costura y que cierran su macrotienda en la Plaza Nueva de Sevilla, al lado del Ayuntamiento, porque “Sevilla es una plaza nefasta” para las tiendas de lujo. Al parecer, la crisis del ladrillo les ha afectado y mantener una tienda así “cuesta una fortuna”, por lo que se dedicarán a las franquicias. Pero hay que quejarse: lo hacen de la Junta de Andalucía porque nunca les dio una subvención ni los invitó a “presentar sus colecciones ni en Chipiona”. Y de una ciudad tan ingrata, que no les concede la Medalla de Sevilla, la cual, según ellos, posee todo el mundo, al parecer con menos méritos que ellos.
Pero, más allá de las figuras mediáticas que han de gemir como plañideras, en el entorno cercano tampoco son los directamente pisoteados por la situación los que más se quejan, probablemente por una cuestión de dignidad que les lleva a sortear su (mala) suerte en silencio. Antes al contrario, compañeros y conocidos que disfrutan de estabilidad laboral son los que se lamentan de noticias que suponen un cierto deterioro de sus rentas, les impide cambiar de coche con la frecuencia deseada o no pueden programar unas vacaciones tan extensas e intensas como solían. Igual que las lágrimas de cocodrilo, sus lamentaciones resultan tan falsas, por inconsistentes, como hipócritas ante todo aquello que presuma perjuicios a su nivel de vida y costumbres. La evolución futura, en su percepción, se presenta aún más desoladora que la Somalia de las hambrunas o la de los países de donde huyen los inmigrantes de las pateras que abusan, a su entender, de nuestros recursos de auxilio social.
Estos lamentos de cocodrilo brotan, espoleados al mínimo indicio, en veladores abarrotados por los que se consideran damnificados de la crisis que, entre cervezas, realizan un análisis sumario de la marcha hacia el despeñadero del país, en las gasolineras a las que acudimos para amortizar el coche que no vamos a dejar sin mover, en las peluquerías de señoras que se tiñen y se dan mechas mientras se compadecen de la situación o en cualquier lugar donde se concentre un grupo de personas de asueto, no buscando trabajo.
Hay cuatro millones de personas sin trabajo en España y la economía no es lo boyante que debiera, pero no son los parados los que elevan su voz, sino los temerosos de perder su actual prosperidad y los interesados en dibujar un panorama aún más dantesco de lo que es, para los que ninguna medida será acertada si no beneficia inmediatamente su confort y posición. Estoy harto de escuchar el lamento de cocodrilo de todos los que, si de verdad sufrieran la calamidad del paro y la incertidumbre laboral y vital, la intensidad de sus gritos sería estruendosa.
Pero lo que me parece mucho más grave es la insolidaridad que ponen de manifiesto una gran parte de estos lastimeros al alinearse a favor de políticas neoliberales que estiman cualquier inversión social como un gasto que hará encarecer la deuda soberana y la desconfianza del mercado. Expresan con su miedo el egoísmo de los afortunados, a quienes todo socorro estatal les parece un despilfarro, hasta que necesitan ayuda. Entonces, cualquier apoyo es poco. Como los bancos.
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