Menos mal que el Estado se declara constitucionalmente no confesional, que si llega a ser católico el empacho sería mortal de necesidad. La exagerada difusión que TVE -la pública y supuestamente neutral televisión que no se subordina siquiera a la rentabilidad comercial- está dedicando a la visita del papa Benedicto XVI a España con ocasión de unas jornadas de jóvenes católicos, alcanza el ridículo por el empalago con el que intenta magnificar un acontecimiento que en cualquier otro país no pasaría de ser una noticia de sociedad o, si se quiere, un reportaje en medios afines.
Una semana de telediarios en que el hecho abre portadas y ocupa la mitad del tiempo con la agenda al detalle del Pontífice, retransmisión de misas u homilías y los cánticos de unos chavales enfervorizados como lo harían ante cualquier cantante de moda, es muestra inequívoca de una manipulación con la que se pretende dotar de extraordinaria importancia lo que no es más que un asunto de relativa trascendencia. Tal cobertura sólo sería comprensible se la realizara la Radio Televisión Vaticana, aunque siempre sería considerada parcial e interesada.
Semejante disposición de medios y atenciones al representante de una religión es impropio de un Estado aconfesional y de un Gobierno que se define de izquierdas por cuanto no se corresponde con el tratamiento que se dispensaría a cualquier religión, independientemente del número de fieles, ni con la neutralidad que ha de caracterizar estas relaciones.
Todo ello no hace más que reflejar la actitud de un Gobierno acomplejado ante quien podría, y de hecho parece ser su intención, criticar determinadas leyes que son consideradas por la jerarquía católica como un ataque a la cristiandad y a los privilegios que aún conserva en España, insospechados en otras latitudes. Se trata de la conducta del anfitrión con un huésped al que toda atención le parece insuficiente hasta que no mande en tu casa. Dicha servidumbre a los requerimientos de una personalidad religiosa y las genuflexiones por agradarla sólo muestra la debilidad de las propias convicciones y pone de relieve la existencia de un patético complejo de culpabilidad.
Al contrario de lo que se piensa, un gobierno de derechas seguramente no sería tan espléndido con una iglesia a la que trataría con respeto, pero desde la suficiencia de su autoridad política. La coincidencia ideológica no sería óbice para delimitar y defender los intereses de cada cual. La izquierda, en cambio, busca siempre hacerse perdonar y procura con lisonjas y atenuaciones de sus propias iniciativas que el adversario acepte la legalidad de las mismas y su legítima autoridad.
Lo más nauseabundo de esta sobredosis papal es precisamente lo que denota: esa entrega incondicional a satisfacer cuestiones que debieran quedar en la esfera individual de las personas, ante las que el Estado ha de ser agente exquisitamente neutral para garantizar la libertad de todos los ciudadanos, incluida la libertad de credo. Sin embrago, parece que en esta ocasión estuviera obsesionado en una especie de penitencia para buscar el perdón por unos terribles pecados que despiertan la ira de la iglesia católica, como si España fuera el país más pecaminoso del mundo de donde se propaga “urbi et orbe” el divorcio, el aborto, el matrimonio homosexual, la igualdad hombre-mujer, las parejas de hecho, la separación iglesia-estado, la investigación con células madre, el estado laico y otras plagas que no dejan dormir al Papa y a la Conferencia Episcopal española. ¿O acaso nuestros pecados son otros, como las subvenciones a la iglesia, el concordato con el Vaticano, el sueldo a los curas, los conciertos educativos, sanitarios y asistenciales para la prestación de servicios de competencia estatal, el profesorado de religión, el mantenimiento de templos y monumentos religiosos, las exenciones fiscales y el ejemplo que España podría exportar al área hispana sudamericana, reserva de un catolicismo en declive?
Sea lo que fuere, el despliegue desproporcionado que se le está prestando a la visita a quien dirigió el Santo Oficio no sólo ofende a quien lo contempla con sentido común, sino a muchos creyentes que asisten atónitos a la transformación en espectáculo de un acto que se presumía pastoral.
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