¿Qué hay de común entre Franco, Trump, el procés y el
brexit? Pues que son asuntos que acaparan nuestra atención en un momento
especialmente decisivo, cual es la repetición de elecciones generales en
nuestro país. Son tantas las incertidumbres que penden sobre nuestro voto que el
resultado de las urnas será inevitablemente insatisfactorio, en el sentido de
que no contentará a nadie y volverá estar abierto a cuantas interpretaciones se
le quiera dar, dependiendo del prisma particular con que se enfoque.
Por un lado, está la exhumación del dictador Francisco Franco,
una anomalía política y una deuda ética que debían resolverse pese a que los franquistas
las consideren una profanación. Añádanse a este ambiente preelectoral las provocaciones
del ínclito Donald Trump, el presidente más imprevisible, visceral y mentiroso
de la historia de Estados Unidos, capaz de hundir la economía de cualquier país,
como el nuestro, mediante un exabrupto escrito en su cuenta de Twitter con el que
impone aranceles a las importaciones que se le antojen, y de traicionar a sus aliados
en guerras periféricas a causa de un cambio repentino en su estado de ánimo. Por si fuera
poco, el caótico brexit por el que Inglaterra pretende abandonar la
Unión Europea (UE), ya sin apenas tiempo para hacerlo de manera ordenada y pendiente
únicamente de una prórroga, que el premier británico se niega solicitar,
que evite un descortés portazo por parte de un socio que nunca estuvo contento de
su pertenencia al club.
Todos estos asuntos, entre otros muchos, son aristas de una
realidad, tanto nacional como internacional, que nos afectan de pleno e
influyen a la hora de elegir, por segunda vez este año, un Gobierno en España
que haga frente a una coyuntura compleja y entrelazada, sin que nos ocasione
“daños colaterales”. En medio de todo ello, explosiona la sentencia del
“procés”, como traca final que llena de ruido un escenario de incertidumbres,
justamente antes de ir a las urnas. Por tanto, no resulta exagerado decir que, en
esta ocasión, con la papeleta del voto nos jugamos nuestro futuro en una
partida de carambolas a varias bandas. Y toca tirar.
Por lo pronto, ya hay dos hechos en vías de solución: Franco
acabará en el cementerio de El Pardo, como corresponde a los que fallecen en ese
municipio, y los autores del desafío catalán de otoño de 2017, cuando
celebraron un referendo ilegal y proclamaron fugazmente una república, acaban
de ser condenados en plazo y forma, tras un escrupuloso procedimiento judicial del
que, guste más o menos, no puede decirse que haya sido arbitrario ni que obviara las
garantías y derechos de los imputados, conforme se espera de la Justicia en un
Estado de Derecho. Ambos asuntos, ya solventados, tendrán no escasa influencia en
la orientación de nuestro voto, y así procurarán recordárnoslo los partidos en
liza electoral, bien para echárnoslo en cara, bien para atraer nuestra
confianza. Porque, que Franco descanse definitivamente en una sepultura privada,
será valorado de oportunismo por toda la oposición, al objetar de electoralista
una medida que el Gobierno en funciones ha concluido precisamente en el momento
actual, y no se reconocerá que se trata de una iniciativa que venía de antaño, precedida
de un acuerdo parlamentario, una decisión gubernamental, unos recursos
judiciales y, a la postre, un resultado final que sólo podía ser el de la
exhumación: sacar los restos del dictador de un mausoleo público en el que era
enaltecido para que reposen en una tumba privada y exclusivamente familiar.
Pero también, no por esperada menos trascendente, la sentencia
del Tribunal Supremo, que condena a los inculpados catalanes por delitos de
sedición a penas de hasta 13 años de prisión e inhabilitación para ejercer
cualquier cargo público, provocará la visceralidad acostumbrada en las calles de
minoritarios pero ruidosos sectores soberanistas de la política y sociedad
catalanas, y también la insatisfacción de quienes esperaban castigos todavía
mayores, como los que se reservan para los delitos de rebelión, que exige el
uso expreso de la violencia para quebrantar la Constitución. Los políticos
catalanes encausados han sido condenados después de un proceso judicial ejemplarmente
desarrollado, que ha fallado una sentencia firmada por unanimidad del
Tribunal, en un caso que ha supuesto el mayor desafío a nuestro sistema constitucional
y a la legalidad democrática que de él aflora. De unos y de otros, los que
toman la sentencia como una “venganza” como los que la consideran demasiado “benigna”,
se espera simplemente que la acaten y pasen página, sin perjuicio de que los
condenados dispongan de la posibilidad de recurrir al Tribunal Constitucional y
otras instancias europeas. Y que todos comprendan que la primera exigencia de
la democracia es el respeto a ley, puesto que sin la una no es posible la otra,
y viceversa. Algo que deberán asumir los condenados y sus partidarios a la hora
de perseguir o propugnar objetivos políticos por vías que quiebran el
ordenamiento legal de nuestro país. A partir de esta sentencia, los políticos y
colectivos independentistas de Cataluña -o de cualquier otra región- podrán
legítimamente luchar por sus ideales de manera libre, pero con respeto a la
legalidad constitucional. Es lo que diferencia a un demócrata de un subversivo radical
en cualquier país democrático.
No obstante, no se puede descartar que esta sentencia sea
utilizada como munición electoralista por las formaciones que se enfrentan en
los próximos comicios. Y no deberían hacerlo porque, entre otros motivos, ni el Gobierno del Partido Popular
ni el del PSOE, ambos partidos con responsabilidad en este conflicto, han hecho
dejación de sus funciones. Por el contrario, han defendido desde sus
respectivas posiciones la Constitución y las leyes, en la medida y la fuerza en
que han creído oportunas, ya sea intentando dialogar o aplicando la suspensión
de una autonomía. Es decir, ni Sánchez (presidente en funciones) es un traidor anticonstitucionalista
por explorar vías de diálogo, ni Rajoy (anterior presidente) era un autoritario
centralista por aplicar el Artículo 155 en Cataluña. Han actuado conforme a
prerrogativas establecidas, aunque no hayan acertado en cada una de sus
decisiones. Los adalides de la legalidad deberán confrontar otros asuntos y dejar
el conflicto soberanista donde la justicia lo ha ubicado. Habrán de ser otros,
por tanto, los temas que deberían centrar el debate en las inminentes elecciones
generales.
Incluso el brexit, que podría depararnos sorpresas
desagradables a nivel económico, pero también político (no olvidemos que mantenemos
frontera directa con una colonia inglesa), debería inferir en el sentido de
nuestro voto el próximo diez de noviembre. El turismo, los intercambios
comerciales y los nacionales residentes en Reino Unido son aspectos de la cuestión
que nos preocupan, de igual modo que la sinceridad europeísta de nuestro país con
el proyecto común al que nos unimos recién restaurada la democracia en España. Es
verdad que existen formaciones, afortunadamente residuales, que abogan por un
aislacionismo populista, al estilo de Trump y su ideólogo Bannon, y por la
unilateralidad en las relaciones entre los Estados, como fórmula mágica que
resolvería todos nuestros problemas, sean migratorios como comerciales,
incluyendo en el mismo saco las tensiones territoriales, la “ideología”
feminista y ese “progresismo” intolerable que relativiza la “buena” moral de la
sociedad. Solos no se está mejor que unidos, por mucho que Inglaterra pregone
lo contrario. La UE en es un competidor formidable que puede hacer frente,
gracias a la fuerza de su conjunto, a las amenazas y retos no sólo de EE UU,
sino de la irreversible globalización de la economía y el mercado. Y los
valores que Europa representa, que descansan en la libertad, la democracia, los
Derechos Humanos, la igualdad y la solidaridad, y que hacen de esta parte del
mundo el mejor sitio para vivir, no pueden ponerse en cuestión en la disputa electoral
del próximo noviembre, aunque apelen a nuestras emociones con “cantos” de
sirena a la seguridad, nuestra identidad y a los miedos que nos insuflan con
falsas alarmas catastrofistas. Son otras, nuevamente, las cuestiones que
deberían decidir nuestro voto.
Por consiguiente, no es Trump, ni el Brexit, ni el procés,
ni Franco lo que nos debe mover al colegio electoral para cumplir con nuestro
deber democrático de elegir a nuestros gobernantes, sino las propuestas que nos
ofrezcan credibilidad sobre el futuro inmediato de nuestro país, las iniciativas
para fomentar el empleo de calidad y en cantidad, las ideas para recuperar una
enseñanza rigurosa y sin sectarismos ideológicos que permita a nuestros hijos
estar mejor preparados en un mundo sin fronteras y competitivo, los anuncios viables
de estabilidad y seguridad del sistema público de pensiones, las garantías de
una sanidad acorde con los avances de la medicina al servicio de toda la
población, el fortalecimiento de nuestro Estado de Bienestar y sus sistemas de
protección a los más desfavorecidos, la reordenación de las ciudades para
hacerlas más humanas y seguras, la protección del medioambiente y la
sostenibilidad de nuestros procesos industriales, y la progresiva ampliación de
derechos y libertades que haga más justa, equitativa, igualitaria y plural a nuestra
sociedad y nuestro modelo de convivencia. Estas cuestiones, por señalar algunas,
han de constituir las preocupaciones que nos impulsen a depositar nuestra
confianza en los partidos que merezcan nuestro voto en las próximas elecciones,
y nos hagan desconfiar de quienes intentan atraernos con los Franco, Trump,
el brexit y el procés de sus propagandas. Ya no han engañado
muchas veces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario