El otoño siempre ha sido la estación en la que se reinicia
la actividad cotidiana del año (laboral, política, educativa, etc.) después de
la inevitable interrupción del verano y las vacaciones. Ese inicio de la
actividad podía ser en calma o en tensión. De ahí que, por la gravedad de los
asuntos a los que hacer frente, haya prosperado la expresión “otoño caliente”
cuando la conflictividad era lo más destacado en tales problemas. Pero este
año, más que caliente, el otoño se pronostica hirviente, puesto que parece
hervir por la ebullición de una problemática diversa y compleja que amenaza con
empeorar si no se atiende como exigen los afectados. Y es que el curso que arranca
en otoño presenta problemas de tal magnitud que bien podrían desestabilizar aún
más la situación política y fracturar la convivencia pacífica en España.
El más inquietante de los problemas de este otoño es, sin
duda, el de las reacciones a la sentencia del Tribunal Supremo en el juicio a
los políticos catalanes encausados, condenados a penas de cárcel e
inhabilitación de hasta 13 años. Los partidos políticos soberanistas, el
gobierno de la Generalitat, organizaciones civiles afines y los
partidarios de la independencia venían esperando el fallo y estaban preparados
para organizar una respuesta tumultuosa en las calles que, mediante
manifestaciones, bloqueos de infraestructuras y servicios públicos,
enfrentamientos con las fuerzas del orden y algarabías de diverso grado, pudiera
interpretarse, por su extensión e intensidad, como expresión de rechazo del
conjunto de la población de Cataluña. Como alumnos aventajados de los
noticiarios, sus organizadores -una anónima plataforma que se oculta bajo el
nombre de “tsunami democrático”- intentaron emular a los manifestantes de Hong
Kong y paralizar el aeropuerto de Barcelona, cosa que consiguieron durante unas
horas el primer día de protesta. También pretendieron imitar la violencia
vandálica protagonizada por los “chalecos amarillos” que arrasaron la capital y
otras ciudades de Francia hace unos meses, destruyendo escaparates, provocando
fuegos, lanzando piedras, vallas y botellas con ácido a los policías, etc. La
verdad es que lo tenían fácil porque ejemplos a copiar no faltaban.
Sin embargo, la gravedad de estos hechos no radica en las
manifestaciones ciudadanas -derecho consagrado en la Constitución-, sino en la
actitud ambigua del Govern por alentar (“apretad”, pedía el presidente
Torra a los comandos de los CDR)) este tipo de comportamientos que tienden a
descontrolarse y desembocar en delitos y atentados contra la seguridad ciudadana,
mientras al mismo tiempo ese Govern es responsable de mantener el orden
y la convivencia en la Comunidad, además de garantizar el respeto y el cumplimiento
de las leyes. Con semejante actitud contradictoria, será prácticamente
imposible llegar a un entendimiento que permita encauzar el conflicto catalán
por vías políticas y de diálogo, que precisan de la mutua confianza y de la
lealtad institucional entre ambas Administraciones del Estado.
No hay duda de que la configuración territorial del Estado va
a estar sometida, este otoño, a fuerzas antagónicas que, por un lado, ejercen
una presión centrífuga que conlleva el riesgo de desprendimiento de una parte
del mismo, y, por otro, una presión centrípeta que tiende hacia desnaturalización
de las autonomías y a la recentralización. Dependiendo de cómo se aborde el
conflicto catalán, el otoño hervirá por la colisión entre ambas fuerzas con
inaudita virulencia política y social. Ya los radicales se encargan de encender
el fuego, metafórica y literalmente hablando. Además, por si fuera poco, un Gobierno central en funciones,
después de años de inestabilidad, vuelve a confiar en la repetición electoral
para que los ciudadanos decidan lo que los elegidos en abril no pudieron, no supieron
o no quisieron acordar: pactar la constitución de un Ejecutivo en torno a la
minoría parlamentaria mayoritaria. Nos hallamos, así, con un gobierno que, este
otoño, estará más atento a asegurarse su continuidad en el poder que en solucionar
ningún problema.
Y sin Gobierno, sin Presupuestos y sin planes a medio y largo
plazo, la coyuntura política es la idónea para que este otoño endemoniado arda con
la gasolina de la confrontación partidista, la parálisis institucional, la
división social y la inacción ante conflictos de todo signo que no son o no
pueden ser atendidos. Se trata, justamente, de la situación más favorable para
que los populismos de derecha e izquierda emerjan con sus promesas fáciles y
simples que todo lo solucionan, aprovechándose del “cabreo” de la gente con
unos políticos que se muestran ineficaces ante los grandes retos, también ante
los pequeños obstáculos, a los que debemos enfrentarnos, como son la migración,
el empleo, la seguridad, la educación, las infraestructuras, la pobreza y hasta
las pensiones o un feminicidio que no cesa. Nada parece rebajar la temperatura
porque, en vez de contribuir a la calma, el propio Gobierno y la crispación política
son comburentes del fuego que hace hervir a este otoño con más intensidad que
nunca. Unos partidos enfrascados en una confrontación estéril, que no dudan en
utilizar los problemas para desacreditar al adversario, y un Gobierno
provisional, sin capacidad para afrontar con eficacia ningún asunto que no sea
de ordinaria y burocrática resolución, son los responsables en buena medida de la
conflictividad ardiente que se pronostica para el otoño.
Incluso los pensionistas, que han emprendido desde los
cuatro puntos cardinales del país una marcha hasta Madrid para exigir a todo
pulmón, ante el Congreso de la nación, la seguridad de unas pensiones dignas,
van a alimentar las llamas que harán arder este otoño preñado de problemas.
Llevan años reclamando que se les restituya el derecho a recibir las pensiones
por las que han cotizado durante toda su vida laboral. Y por que no se les
utilice como apuntes contables que sirven para cuadrar las cuentas del Estado,
ni se les utilice como datos demográficos de fácil seducción electoralista. Su
grito en defensa de las pensiones, gobierne quien gobierne, surge del hartazgo de
sentirse siempre manipulados por Ejecutivos de todo color, y de ver cómo sus
pensiones, en vez mantener su poder adquisitivo, menguan cada año, con cada
gobierno y con cada problema de la economía que los administradores políticos
no han sabido prever ni solventar sin echar mano de la “hucha” de las pensiones
y otras partidas del gasto social. Se manifiestan, gritan y contribuyen a hacer
hervir este otoño con toda la razón del mundo. Y porque no consienten que se les arrebate su dignidad, aunque estén a punto de morirse.
Es enervante que la política se entretenga en mirarse el
ombligo mientras el país sufre las consecuencias. Un país en el que un 26,1 por
ciento de la población está en riesgo de pobreza o exclusión social. Es decir,
más de 12 millones de personas en España no disponen de los mínimos de renta
necesarios, ni trabajos estables o justamente remunerados, ni posibilidad de
acceso a bienes materiales o servicios, como la calefacción, que indican los riesgos
de padecer pobreza o exclusión, según un reciente informe elaborado por la Red
Europea de Lucha contra la Pobreza con datos de 2018. Tales indicadores miden la
magnitud escalofriante de una condición que se suele confundir con la
indigencia y, sin embargo, está instalada en la mayoría de las ocasiones en
hogares aparentemente normales, en los que el trabajo precario o el desempleo, la
desestructuración familiar o familias monoparentales, la discapacidad o el
cuidado de alguno de sus miembros y hasta la dificultad para acceder a una
vivienda en propiedad o alquiler, materializan los múltiples rostros de la
pobreza. Personas privadas de recursos o excluidos de la sociedad por culpa de
una crisis económica que ha ahondado las desigualdades y ha eliminado las posibilidades
de prosperar y huir de las garras del infortunio. Por mucho que las soflamas gubernamentales
se vanaglorien de haber superado la crisis económica, lo cierto es que los
datos del INE y Eurostat colocan a nuestro país entre los países peor situados
de la UE en cuanto al número de personas que están en riesgo de pobreza o
exclusión.
Mientras unos y otros se enfrentan por cuestiones de identidad y
privilegios, se desgañitan por poltronas y prebendas, una cuarta parte de la
población lucha por tener una vida digna, libre del azote de las privaciones,
sin que nadie se manifieste por ella ni haga uso de la violencia para obligar a
socorrerla. A pesar de todos los problemas que nos acucian, este otoño no hervirá
por los realmente necesitados, cuando debería ser el principal motivo para coger la antorcha.
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