Había sido siempre pacifista, incapaz de comprender que el
ser humano empleara la violencia, incluso la muerte, contra sus semejantes por
una idea, una linde en la tierra o la posesión de riquezas, cuando la vida ofrecía
infinitas posibilidades de ser feliz sin tantas ambiciones materiales o
egoístas. También era contraria a la muerte gratuita y al abuso de los
animales. Los consideraba pobladores, junto a los hombres, del planeta, con los
que compartíamos recursos para poder coexistir sin llegar a extinguirnos por
culpa del otro. A pesar de ello, sus convicciones no sucumbían al fanatismo. De
hecho, no era vegetariana, pues aceptaba que podíamos disponer de algunos de esos
animales como alimento y abrigo, formando parte de un equilibrio natural que
preserva en mutua dependencia a las especies vivas. Pero no toleraba que se sacrificaran
sus vidas por mera diversión o capricho. Por eso renegaba de la fiesta de los
toros, al estimarla una bestialidad anacrónica, inadmisible en la actualidad.
Presumía de no haber pisado nunca una plaza de toros ni un ring de boxeo, templos
de una irracionalidad sádica. Pero solía desayunar en un bar decorado con
motivos taurinos que había cerca de su domicilio. Iba a él porque era la mejor cafetería
del barrio donde podía estar tranquila. Indiferente al entorno, solía sentarse
en una aislada mesa del salón para beber su café, absorta en la lectura del
periódico. Nunca sospechó que un toro pudiera matarla, como sucedió aquel día en que se desprendió la cabeza disecada de uno que colgaba sobre ella en la pared. Fue
la primera pacifista animalista muerta por asta de toro, embestida por el azar
de un accidente.
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