Manifestantes en Chile |
Las llamas del descontento parecen propagarse por toda
Sudamérica. Cuando no es Venezuela, es Ecuador, Argentina o Chile, entre otros
países, donde la ira popular, con más o menos virulencia, se manifiesta en las
calles en contra de medidas o situaciones con las que los ciudadanos acaban
perdiendo la paciencia. Tampoco es que la región haya sido históricamente un remanso
democrático y tranquilo, sino el escenario en el que se ha ensayado toda clase
de revoluciones y dictaduras con las que las potencias de cada época -desde los
antiguos colonizadores hasta la actual superpotencia del Norte- han pretendido manejar
sus destinos y proteger intereses geopolíticos. Una historia que todavía supura
por heridas abiertas sin cicatrizar, como forzosa contribución al
enriquecimiento de los explotadores. Y cuyas consecuencias aún perduran e
influyen, de distintas maneras, en la atormentada realidad de cada uno de los
países de América Latina. Tanto es así que las revueltas que se suceden por gran
parte del subcontinente no hacen más que poner de relieve un malestar que viene
de antiguo y que no deja de crecer por los insoportables problemas del presente,
hasta colmar la paciencia del oprimido más resignado con su condición.
El último conflicto en unirse al estallido popular en
Sudamérica ha sido en Chile, provocando un terremoto social de consecuencias
impredecibles. Se trata de un estallido súbito, como una explosión de hartazgo,
debido a la subida de precio del billete de metro. Un Gobierno que se dice
democrático ordenó a la Policía reprimir las manifestaciones, desencadenando
una espiral de acción-represión que ya ha causado más de una decena de muertos
y centenares de personas detenidas, sin que el descontento popular se calmase.
Y lo más curioso: sin que ningún partido dirija un rechazo que comenzó siendo
una espontánea protesta estudiantil. Sin embargo, ha servido de válvula de
escape para desahogar la ira contenida de un pueblo que sufre desigualdad por unas
políticas neoliberales hasta extremos inaguantables. De hecho, Chile es, hoy, uno
de los diez países con más desigualdad del mundo, según el Banco Mundial, por
culpa de un modelo económico que prima la privatización de los servicios
básicos, la austeridad severa en el gasto social y la inversión centrada en
sectores productivos rentables. Se trata de la clásica receta neoliberal que ha
permitido cierto crecimiento económico, pero que olvida a los más necesitados, a
los que conduce a niveles de vida precarios, sin que por ello haya podido contener
el altísimo endeudamiento del país. Una situación que ha generado tal
injusticia social que los ciudadanos ya no la toleran. Y se han echado a la
calle.
Manifestantes en Bolivia |
En Ecuador ha sucedido algo similar con la
eliminación de la subvención del combustible, decretada por el presidente Lenin
Moreno, que condenaba a los afectados, más de 300.000 ecuatorianos, a la
pobreza. El encarecimiento del combustible suponía, además, por su impacto
directo, el aumento en más de un 100 por ciento del precio de bienes y
servicios, y más de un 30 por ciento en el de la gasolina. Los más oprimidos no
lo dudaron y, durante unas semanas, ocuparon calles, rodearon instituciones,
obligaron al presidente a abandonar la capital del país, hasta que finalmente,
después de graves enfrentamientos con muertos incluidos, consiguieron que se
anulara el decreto y se mantuviera el subsidio al combustible. Una vez más, fueron
políticas neoliberales y la desigualdad social las que generaron unas revueltas
populares, tras décadas de injusticia y opresión.
También en Bolivia las protestas generalizadas han
hecho acto de presencia, no por causa de medidas económicas, sino por el despotismo
con que el actual presidente, Evo Morales, pretende eternizarse en el poder,
tras unas elecciones a las que no debía presentarse y cuyos resultados causan
recelo dentro y fuera del país. Evo Morales había podido concurrir a estos
comicios, los cuartos tras una década en el poder, gracias a una interpretación
benigna del Tribunal Constitucional y del Supremo Electoral (TSE), a pesar de
haber perdido un referéndum sobre la reelección indefinida, en 2016. Dudas en
el recuento de votos, del que el TSE suspendió la publicación de resultados, provocando
la dimisión del vicepresidente de este organismo, han desatado las alarmas y la
movilización de la gente. Una oleada de protestas ha recorrido el país y no han
cesado las movilizaciones multitudinarias en las grandes ciudades para criticar
al Gobierno. Y es que, aunque Morales haya sido el primer presidente indígena
de Bolivia y sus promesas fueran de más democracia y mejor redistribución de la
riqueza, ha terminado cansando a la ciudadanía por sus golpes de autoritarismo
(ignoró la voluntad de sus electores en el referéndum sobre su perpetuación en
el poder) y por el agotamiento de un ciclo económico que barrunta la
reaparición de la recesión. Es lo que tienen los líderes providenciales: se creen
insustituibles y acaban convirtiéndose en represores de su pueblo, como Daniel Ortega
en Nicaragua y tantos otros. Lo cierto es que la población ya no tolera ni el
colonialismo ni la autocracia, porque aspira a la libertad y la justicia para
construir sociedades en las que reinen la igualdad, la tolerancia y la
prosperidad, en pacífica convivencia.
Estas elecciones, como las próximas de Argentina y Uruguay, marcadas
por las tendencias, si no de fraude, sí de una opacidad que es reacia al
control externo de su transparencia, evidencian unas democracias defectuosas,
según la clasificación de The Economist Intelligence Unit, que son resultado
de una evolución histórica plagada de colonialismo, regímenes autoritarios y opresión
por parte de propios y foráneos. Este devenir histórico convierte la
desigualdad social en la mecha que hace estallar el conflicto y el descontento en
unos países que, a pesar de haber conquistado la independencia, siguen siendo dependientes
de un capitalismo mercantilista que dicta las normas e impone las condiciones,
sea quien sea el que gobierne. Los explotadores, que controlan el sistema financiero,
los medios de transporte y fletes, la capacidad industrial y de valor añadido,
y los mercados últimos, arrebatan las materias primas y las riquezas de América
Latina, sin importarles las condiciones de vida de su población. Y, claro, estos
países estallan en rebeldía e ira a la menor vuelta de tuerca, hartos de tanta
opresión y pobreza.
Entre líderes providenciales que se convierten en caciques autoritarios
y un sistema económico que agudiza la pobreza y concentra la riqueza en manos
de los explotadores de siempre, a la gente sólo le queda el recurso de unas
revueltas que se extienden por todo el subcontinente americano, donde el
subdesarrollo y la desigualdad son el estigma imperecedero del viejo
colonialismo, esta vez económico.
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