No hay día en que sintamos la tentación de escribir el
epitafio del mundo, una inscripción que perdure sobre los restos de lo que
conocemos y somos para que el futuro recuerde lo que echamos, entre todos, a
perder. Un epitafio de la naturaleza que destruimos guiados por el supremo
valor del mercado y la rentabilidad económica como única regla que todo lo
mide. De países o pueblos arrasados por la voluntad geoestratégica de los
poderosos o fuertes que imponen sus intereses. Por las guerras y masacres que salpican
el globo con el sarampión de conflictos a causa de divisorias líneas invisibles
en los mapas, lenguas, religiones, color de piel o costumbres que separan en
vez de unir a la gente y por dirigentes mediocres o locos que sólo atienden al
egoísmo de su sóla conveniencia y no al provecho común de todos. Un epitafio que
nos hará llorar mañana en un futuro de muros y alambradas que contienen y
silencian el grito de los desesperados forzados a emigrar mientras permiten que
el dinero y el lucro dispongan de paso franco en las aduanas. Y en el que los derechos
y libertades fueron sacrificados por una indeterminada seguridad en nombre de
nuestro particular estilo de vida, tan condicionado al interés de una economía
especulativa y destructiva, que sólo enriquece a los que ya son acaudalados y
empobrece aún más a los pobres. Hay días en que aflora en el ánimo el escalofrío por una humanidad cuya suerte está en manos de esos lunáticos desaprensivos que hoy
nos gobiernan, gracias a nuestra servil y manipulable confianza. Y no queda más remedio que entregarse a la desesperanza que nos produce el bello epitafio de King Crimson.
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