Entre la libertad de expresión y el respeto a una creencia
religiosa, por muy ofendida que se sienta, debe prevalecer el derecho que
garantiza la primera. La delicada sensibilidad que muestran los que son libres
de creer en lo que quieran no puede coartar, como si gozaran de una virtud
privilegiada, la libertad de expresión que la Constitución reconoce a todos los
españoles, profesen o no un credo, ni brindar una protección especial que prevalezca
sobre el ejercicio de cualquier otro derecho, como el de opinión o la libre
expresión. Es lo que se espera del juicio, que hace unos días ha quedado visto
para sentencia, al que se han enfrentado tres activistas que participaron en la
“procesión del coño insumiso”, celebrada el 1 de mayo de 2014 en Sevilla, en la
que pasearon en andas una enorme vagina de plástico como si fuera el paso de
una Virgen, con objeto de denunciar la precariedad laboral que sufre la mujer y
en un momento en que el Gobierno pretendía recuperar una ley del aborto más
restringida.
Independientemente del objeto y contexto de la
manifestación, cualquier referencia o simulación de prácticas o rituales religiosos
no constituye, por sí mismo, una burla, escarnio o mofa de los sentimientos religiosos,
puesto que ningún credo ni sus fieles disponen de la exclusividad de expresar públicamente,
a través de procesiones que portan imágenes y objetos o en reuniones y actos también
de carácter público, su particular adhesión o compromiso con lo que Kierkegaard
definía por su irracionalidad, es decir, con creencias que contradicen las
evidencias y la razón, como es la fe, toda fe. Ni por ello, por muy libres que sean
para abrazar el credo que elijan, exigir de la sociedad el privilegio exclusivo
de que su fe y sus modelos de vida y moral sean aceptados en la esfera pública como
si de verdades absolutas e irrefutables se trataran, arrogándose el respeto de una
intocabilidad que los blinda de toda crítica o cuestionamiento, cosa que no se
concibe con las “verdades” de la ciencia, siempre expuestas a revisión.
Es por ello que cabe confiar, sobre todo en un Estado garantista
de derechos y supuestamente aconfesional, en una sentencia que absuelva a las
procesadas. Y no sólo por resolver la aparente colisión de derechos fundamentales
a favor del de mayor preponderancia social y más profunda raíz democrática,
como el de libertad de expresión ante supuestas ofensas de subjetivos sentimientos
religiosos, sino también para aclarar jurídicamente la errónea consideración de
que, por el mero hecho de creer en afirmaciones sobrenaturales o ancestrales
supersticiones, se disfruta del privilegio de ser “intocable o incuestionable”.
Flaco favor harían los creyentes a su creencia si apelan a que ésta deba de ser
protegida por subterfugios legales -una intromisión de la iglesia en el Código
Penal- más que por el convencimiento o la solidez que la fe debería proporcionar
al devoto. Una especial protección ante la crítica que no reclama ninguna otra
institución social, como los partidos políticos, los sindicatos, las ONG o cualesquiera
asociaciones culturales, artísticas, deportivas, económicas, etc., que se
expresan en el ámbito público. Únicamente las religiosas exigen -y hasta ahora
consiguen- el blindaje legal ante la sátira o el cuestionamiento.
Los integrantes de una comunidad de intereses religiosos, como
en puridad son los creyentes católicos, están acostumbrados a disfrutar de
indulgencia pública, de dinero público, de prerrogativas para el
adoctrinamiento -colegios religiosos, asignatura religiosa evaluable- y de
respaldo legal para que sus creencias se consideren preeminentes e
indiscutibles en la sociedad. Y por el arraigo que confiere tanto apoyo estatal,
no toleran que se les trate como a cualquiera que afirme su convencimiento
absoluto en hadas, duendes y seres sobrenaturales, algo muy respetable a nivel privado,
pero expuesto a crítica, sátira o divertimento a nivel público, sin que ello
suponga ninguna ofensa de los sentimientos, sino libertad de expresión.
Por tanto, la única sentencia posible de un juicio que no
debía haberse producido es la de la absolución de las imputadas. No
hicieron otra cosa que exhibir públicamente -como hacen los creyentes
continuamente sin que los no creyentes se consideren ofendidos- lo más íntimo
de la mujer para exigir el respeto que merece la dignidad la mujer en todos los
ámbitos de la sociedad, incluido el religioso, donde, por cierto, se relega a
la mujer a un papel subalterno y servil en una iglesia cuya jerarquía, aunque
vista faldones, es radicalmente patriarcal y misógina. Como para no mofarse de
las supersticiones.
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