En ocasiones, las noticias que nos facilitan los medios de
comunicación no revisten su acostumbrado carácter negativo, no se refieren a
crisis económicas, barbaries del terrorismo, catástrofes naturales, estadísticas
del desempleo o bloqueos políticos con los que habitualmente nos acogotan. A
veces, traen buenas nuevas que insuflan un soplo de esperanza en el mañana y en
una convivencia sosegada. Es cierto que esto suele suceder sólo rara vez, pero esas
rarezas acaban siendo reales, como en la pasada semana. Se trata de una racha insólita
de buenas nuevas porque, además, no sólo fue una, sino tres las noticias que vinieron
a destacar que el sentido común, tan inhabitual en todo el mundo, todavía emerge
cuando menos se espera. Eran tres informaciones de ámbitos diversos que nos
reconforman el ánimo.
Una de ellas nos dio a conocer la noticia de que EE UU pone
en marcha el mecanismo legislativo por el que la Cámara de Representantes -y
posteriormente, el Senado- podría destituir (impeachment) al presidente Donald
Trump de su cargo, si se confirma que ha presionado (chantajeado) a un país
extranjero (Ucrania) para conseguir debilitar a un rival (Joe Biden, candidato
demócrata a las próximas elecciones) en la política doméstica. Según un
denunciante anónimo, perteneciente a los servicios de inteligencia, “el
presidente está usando el poder de su cargo para solicitar la interferencia de
un país extranjero en las elecciones estadounidenses de 2020”. Llueve sobre
mojado en la forma de proceder, sin respeto a la legalidad ni al cargo, del
tramposo Trump, quien ya había sido investigado por un fiscal especial acerca
de la trama rusa que presuntamente intervino para favorecer su elección y que
concluyó que no podía imputar al presidente, pero tampoco exonerarlo. En esta
ocasión, al parecer, existen pruebas contundentes de sus conversaciones,
transcripciones no literales, con el presidente ucranio para que le hiciera “el
favor” de abrir una investigación sobre la empresa en la que estuvo vinculado el
hijo de Biden como consejero. En esa conversación había Instado al presidente
ucranio que se pusiera en contacto con el abogado personal de Trump y con el
fiscal general de EE UU, a fin de coordinar las acciones, asegurándole, a
cambio, que Ucrania volvería a disponer de fondos de ayuda militar por valor de
cientos de millones de dólares, préstamos que, efectivamente, a los pocos días
se descongelaron. La impunidad en el abuso de poder del mandatario
norteamericano puede tener, ahora, los días contados. Es, pues, una de las buenas
nuevas que deparó la semana.
Otra procede de la convulsa Inglaterra, donde el Tribunal
Supremo ha declarado “ilegal, nulo e inválido de origen” el cierre
“autoritario” del Parlamento británico a instancias del Gobierno de Boris
Johnson, con la finalidad de impedir que el Legislativo pudiera controlar el
proceso del Brexit sin acuerdo al que está empeñado, sin ofrecer ninguna
alternativa ni a Bruselas ni a los británicos, el primer ministro inglés. El impulsivo
“premier” había utilizado una prerrogativa que, en esta ocasión, suponía abolir
aleatoriamente la función suprema del poder Legislativo, ante el que tiene que
rendir cuenta el Ejecutivo. La presidenta del Tribunal Supremo ha subrayado en
su sentencia que no se trata de una decisión política, sino de determinar si
los actores públicos han actuado dentro de su autoridad, conforme a una
Constitución que, aunque no está escrita, existe y prevalece sobre los actos
del Gobierno. La aventura de Johnson de saltarse la legalidad y actuar de
espaldas al Parlamento ha quedado, así, contundentemente frenada. El Supremo ha
reinstaurado la supremacía del Parlamento y ha afianzado el principio de
separación de poderes en que se basa la democracia. Se trata, por tanto, de otra
buena nueva que devuelve la confianza en las instituciones de un Estado de Derecho,
en el que un tribunal de garantías constitucionales, por primera vez en la
historia del Reino Unido, corrige una decisión gubernamental y dictamina que el
primer ministro se ha saltado la ley. Es el espejo legal en el que debemos
mirarnos.
La tercera noticia “positiva” la protagoniza otro Tribunal
Supremo, esta vez español, al avalar por unanimidad la iniciativa del Gobierno
de exhumar los restos del dictador Francisco Franco de su tumba en la basílica
del Valle de los Caídos, donde fue enterrado en noviembre de 1975, para
inhumarlos en el cementerio de Mingorrubio, en el municipio de El Pardo, donde
residió cerca de 35 años y en el que yace su esposa. El Supremo ha rechazado, además,
la pretensión de los familiares de trasladar los restos del dictador a una
nueva tumba en la catedral de La Almudena, de Madrid, donde podrían ser objeto
de exaltación. Aparte de otras consideraciones, era ésta una anomalía moral,
histórica y democrática que perdura desde hace 44 años y que, ahora, parece que
por fin se va a corregir. Porque, como indica el historiador Enrique
Moradiellos en un artículo reciente, la retirada de la tumba de Franco del
Valle de los Caídos era incuestionable. Ni el dictador fue un “caído” de la Guerra
Civil que él mismo propició en 1936 al participar y liderar la sublevación militar
contra el Gobierno de la República, ni su tumba es una más de las allí
existentes, sino que ocupa un lugar de honor frente al altar mayor, lo que
convierte aquel recinto en un mausoleo a su memoria, y, por si fuera poco, el horrible
monumento levantado en recuerdo de los “mártires de la cruzada”, de los caídos
de un bando, está financiado por los Presupuestos del Estado y el Patrimonio
Nacional, por lo que, de hecho, es el Estado, y no su familia, el que costea un
panteón privado, cosa que no se hace con ningún otro Jefe de Estado anterior o
posterior a Franco. Que tal anomalidad pueda ser subsanada al fin, no deja de
ser una buena nueva que restaura la dignidad y la memoria histórica en nuestro
país.
Tal cúmulo de buenas noticias, que excepcionalmente
destacaron entre las habituales de signo negativo que acaparan el contenido de
los medios, alimenta la esperanza en un futuro en que las leyes y las
instituciones protejan eficazmente a los ciudadanos de quienes hacen caso omiso
de la legalidad, abusan de su poder y desprecian la voluntad y el interés
general de la población. A veces, se producen buenas nuevas que no nos hacen
perder la espèranza.
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