Suelo repetirme cada vez que expreso lo que siento, lo que deseo y hasta lo que creo. Recurro una y otra vez a las fobias y filias que condicionan mi manera de ver lo que me rodea e intuir lo que soy. Y soy bastante predecible aunque en ocasiones opte por lo imprevisto, tal vez por esa cierta indisciplina que doblega mi voluntad cuando se le antoja. En tales momentos me hallo a merced del desconcierto que abrumaba a Medea, cuando reconocía que “una cosa deseo, la mente de otra me persuade”.
Sé que el verano aún no se ha agotado, pero ya no puedo contener
los deseos, nada más empezar septiembre, de que el otoño perfume el aire, incite
el arrebato reproductor en plantas y animales y tiña la naturaleza con su luz y color.
Sé que me precipito, pero no puedo evitarlo. Queda mucho calor y falta aún para
las primeras brisas frescas y las neblinas mañaneras. Sin embargo, me embarga esa
emoción que septiembre, cada año, me provoca nada más aparecer en el calendario,
junto a aquellos recuerdos de volver a empezar, siempre por primera vez, a domeñar
el mundo y ser dueños de nuestras vidas. Sensaciones reiteradas como las manías
que nos definen o esas preferencias conocidas que acompañan los trechos por
los que vamos discurriendo. Por eso, no se extrañen si Neil Diamond insiste con
la misma melodía romántica en mi obsesiva pasión por el otoño. Y es que
septiembre, ya, me invita a soñar y sentir aún de esa manera.
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