Y el rigor indica que nuestro país tiene un desfase horario
en relación con la hora solar real, un desfase que en verano, con el adelanto
de una hora adicional de marzo a octubre, se convierte en dos horas de
diferencia sobre la que correspondería por nuestra localización geográfica y según
los husos del meridiano de Greenwich. En octubre, cuando se retrasa esa hora
veraniega, como es costumbre, el desfase vuelve a ser de una hora con respecto
a la hora solar. Es decir, en invierno vamos con una hora de adelanto, y en
verano con dos, sobre la hora solar que deberíamos seguir. El por qué de que ello
sea así es complejo y responde a iniciativas políticas, históricas y
económicas, pero ninguna al interés y lo más saludable para los ciudadanos,
que son los que se levantan de noche y se acuestan, casi, de día.
La cuestión no es baladí. La propuesta que formule la comisión
de expertos, que se constituirá a instancias del Gobierno, creará controversia
porque deberá determinar el horario oficial que adoptará España de manera
definitiva y sin cambios estacionales. Máxime si dicha decisión la quiere
implementar el Ejecutivo contando con el consenso de los demás grupos parlamentarios,
la conformidad de los sectores económicos implicados y el refrendo mayoritario de
la población. Difícil papeleta en un país donde no nos ponemos de acuerdo ni
para ser puntuales a ninguna hora. En cualquier caso, un acuerdo de magnitud
continental, que entraña el visto bueno de los Estados miembros de la UE, no
entraría en vigor, en el mejor de los casos, hasta 2020 ó 2021, si todos estuvieran
conformes y no plantearan objeciones insalvables. Y todo por una hora, más o
menos.
Pero para quienes, con cada cambio de hora en primavera y
otoño, discutíamos hasta con la familia y los amigos sobre lo acertado o
erróneo de la medida, parece que, al fin, ha llegado el momento de que los “expertos”
nos concedan o arrebaten la razón, dando por concluida la polémica. Es verdad que
los argumentos que manejábamos en esas diatribas de sobremesa surgían de la
simple deducción lógica, con escaso apoyo en consideraciones científicas que nos
resultaban extrañas e incomprensibles. Partiendo de la premisa de que los
cambios se originaron por la crisis del petróleo de 1973 con la intención de
ahorrar energía por la ampliación de la iluminación natural durante el verano,
negábamos la mayor. Tal justificación nos parecía –y nos parece- apropiada para los
países del norte de Europa, ya que con el cambio estacional conseguían más
horas de luz al final del día. Pero para los meridionales, donde los rayos de
Sol caen directamente y el calor llega a ser insoportable, disponer de luz
hasta muy tarde era algo contradictorio y lo considerábamos –y seguimos considerando-
perjudicial para los ciclos circadianos del ser humano y el desenvolvimiento cotidiano
de la gente. Estábamos convencidos de que ese cambio de hora no suponía para
los países sureños ningún ahorro; antes al contrario, mayor gasto en energía. Y
bastaba, para demostrarlo, señalar una costumbre rutinaria. La oscuridad del
amanecer se contrarresta con una simple bombilla, pero el calor hasta bien
entrada la noche sólo se combate con el aire condicionado. Y, que se sepa, el
aparato de aire consume mucha más energía que una bombilla, aunque fuera de
filamento. ¿Dónde radica, entonces, el supuesto ahorro? Nunca, por tanto,
estuvimos de acuerdo con los cambios de hora, y menos para adelantar una hora
adicional en verano, cosa que algunos hijos preferían por tendencias
hedonistas.
Que adaptamos nuestros hábitos a los ciclos de luz natural y
oscuridad es una evidencia de Perogrullo, independientemente de que, de forma
artificial, establezcamos que amanece a las siete o las diez de la mañana y anochece
a las siete o diez de la tarde. Tan evidente como que esos cambios de hora
suponen un trastorno, sobre todo en niños y ancianos, a la hora de conciliar el
sueño y para las comidas, cuando el organismo ya tenía regulado su reloj
interno para empezar a cabecear y segregar jugos gástricos. Y puesto que ya no
hay motivaciones de ahorro energético para tantos inconvenientes, como desde
hace más de una década las instituciones europeas habían reconocido, parece
oportuno eliminar definitivamente unas anuales modificaciones horarias que sólo
se mantenían por inercia.
Ya es hora de recuperar, en primer lugar, la hora solar que
realmente nos corresponde por nuestra ubicación geográfica. Y, después,
establecer qué horario –el de invierno o de verano- conviene más al conjunto
del país y a los hábitos naturales de las personas, que suelen comenzar su
actividad cotidiana, como los niños entrar en los colegios, una vez ha
amanecido, y empezar el descanso y el ocio con el atardecer. Parece, según
algunos especialistas en cronobiología, que el horario de invierno beneficiaría
a los países del sur de Europa (Portugal, Italia, Grecia y España) por cuanto,
no sólo permitiría combatir más racionalmente la fuerte irradiación solar al
anochecer más temprano, sino también por posibilitar que se duerma el tiempo
necesario, y descansar más y mejor, ya que acostarse tarde, a causa del horario
de verano, no exime tener que madrugar para afrontar la jornada laboral, sea
de noche o de día la hora de levantarse.
Ojalá, pues, la propuesta de la comisión de expertos y las
deliberaciones políticas consigan que se adopte la decisión más beneficiosa y
equilibrada para los españoles y el conjunto de ciudadanos europeos. Y para
dejar de discutir eternamente si el horario de verano o el de invierno nos
conviene más o no, aparte de lo que interese al sector hostelero y la industria
del turismo. Al menos, dejaríamos de estar cambiando la hora de los relojes dos
veces al año. El mensaje de los encuestados ha sido contundente: el 80 por
ciento no quiere más cambios horarios porque suponen un impacto “negativo” en
su vida. Y todo por una hora, más o menos.
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