Por mucho que la moral, lo “políticamente correcto” o la dignidad inherente de las personas nos hagan no aceptarlo y nos inclinen a ignorar lo que sucede en nuestras ciudades, en todas las urbes del planeta, lo cierto es que la prostitución es una realidad tan cotidiana como la mayoría de las profesiones que se pueden ejercer hoy en día. De hecho, es una práctica tan antigua que se tiene constancia de ella, tolerada o perseguida, casi desde que el hombre es hombre y la mujer, una poderosa atracción sexual que despierta los más bajos instintos de ese macho que la educación y las religiones no han podido domeñar en el ser humano. Pero no son las mujeres, conscientes de ese poder para desatar pasiones incontroladas en la entrepierna varonil, las que hayan optado por ganarse la vida voluntariamente y explotar su capacidad sexual para satisfacer aquella obsesiva pulsión masculina, sino que han sido -y son- los hombres los que, percibiendo la oportunidad de un fácil y lucrativo negocio, tan perenne como el de la muerte (los burdeles y las funerarias no acusan las crisis del mercado), los que han levantado y controlado el tráfico comercial de la carne y la trata de mujeres, en contra de la voluntad de la inmensa mayoría de ellas. Los datos disponibles apuntan a que alrededor del 90 por ciento de las prostitutas son obligadas a ello de manera forzada.
No resulta extraño, por tanto, que produjera estupor e
incredulidad, como le pasó a la ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, cuando tuvo
conocimiento de la resolución adoptada por el ministerio del que es titular, la
autorización de un supuesto sindicato de trabajadoras de la prostitución, denominado
OTRAS, cuya resolución favorable salió publicada en el BOE. Una sorpresa causada
por el hecho de que, aunque la prostitución no está prohibida ni regulada en
España, manteniéndose en un limbo legal del que se aprovechan las mafias y los
proxenetas, su actividad no se considera un trabajo legal por vulnerar los
derechos y la dignidad de la mujer. Y es que la práctica de la prostitución no
es consecuencia de la libertad sexual ni del voluntario disfrute del placer
corporal de la mujer, sino que viene inducida por la violencia, la pobreza, la
marginación social y económica y la opresión masculina, todo ello favorecido por
una cultura sexista, una sociedad patriarcal y una mentalidad machista que
considera a la mujer simple objeto a su entera disposición y no sujeto con
derechos, como cualquier persona, independientemente de su sexo.
Un sindicato de prostitutas resulta tan chocante como uno de
esclavos, puestos que ambos no están constituidos por trabajadores que ejerzan
una actividad escogida y ejercida de manera voluntaria, sino por imperativos de
fuerza y opresión, con los que se explota su capacidad comercial –como
gladiadores en la época romana, laboral y de servicio en las plantaciones
americanas o sexual en la actualidad- cual objetos utilitarios que, en el caso
de las prostitutas, han sido esclavizadas, en gran parte, tras haber sido
engañadas con falsas promesas de trabajo y secuestradas en burdeles. La inmensa
mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución en España provienen de familias
sin recursos y de procedencia extranjera, como Rumanía, Bulgaria, Nigeria,
Sierra Leona, Brasil, República Dominicana y otros países.
La prostitución es, en realidad, un fenómeno social que
afecta a las mujeres pero está causado por los hombres, que son quienes generan y fomentan
la explotación sexual con fines comerciales y lucrativos. Pocas mujeres se prestarían
voluntariamente y sin necesidad a la práctica sexual como negocio, salvo
excepciones explicadas por una ambición desmesurada (prostitutas de lujo,
pornografía, etc.) o trastornos psíquicos o psiquiátricos. Distinto es el impulso insaciable al deseo sexual, sin ánimo de lucro, al que se entregan ninfómanas y sátiros en sus aventuras con multitud de parejas, aunque se las califique a ellas de putas. Con ayuda y elección
para poder evitarla, ninguna mujer proclive por su situación a la prostitución caería
presa de un “negocio” que las esclaviza.
En cualquier caso, se trata de un problema a abordar y, si
no resolver, cuando menos paliar en sus repercusiones negativas para la mujer,
única víctima de una situación de abusos físico, sexual y emocional, pero
también social y hasta moral. Hasta tal grado soportan todo tipo de presiones y
opresiones que viven atemorizadas y sin capacidad de denunciar ante las
autoridades e instituciones su propio calvario. En tal sentido, las ONG prestan
una labor imprescindible a la hora de identificar a las víctimas de trata por
parte de mafias y proxenetas, y para arrancar de sus tentáculos a mujeres
indefensas, oprimidas y manipuladas, e integrarlas a una vida de derechos,
oportunidades y pleno reconocimiento de su dignidad como personas. Y hay que
tomar medidas, aparte de por razones de estricta justicia, porque la prostitución,
como desean los promotores del sindicato de marras, es un fenómeno que va en
aumento a causa de la pobreza, la marginación y las desigualdades que aún perduran
en nuestras sociedades y, lo que es peor, en la mentalidad predominante:
machista, por supuesto.
Entre el prohibicionismo y el abolicionismo, existe espacio
para una regulación legal de la prostitución que tenga en cuenta,
primordialmente, a la mujer y el respeto de sus derechos y dignidad. Antes de
pensar que ser puta pueda ser una profesión de libre y voluntaria elección por
parte de cualquier mujer e incluir ese trabajo en el registro fiscal de
actividades económicas, se deberían erradicar las condiciones de desigualdad y
carencias que la hacen posible y las mafias y proxenetas que explotan, no como
empresarios sino como negreros, el comercio carnal con la mujer, incluso sin su
voluntad ni consentimiento. Y, desde luego, antes también que reconocer un
inverosímil sindicato de rameras que ejercen una supuesta “profesión”, en
régimen de esclavitud la mayoría de ellas. ¿Qué intereses defenderá ese
simulacro de sindicato? ¿Seguir esclavizándolas?
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