De pequeño, sus aguas balancearon mi cuerpo sobre las olas como un juguete a merced de la inocencia. Fruto de la ubicuidad atemporal que la teoría cuántica ha de descubrir, esas mismas aguas, a través de la distancia y el tiempo, vuelven a acariciarme cuando los pliegues de la edad dibujan un rostro arado por
los miedos y las alegrías. Un mismo mar en el que las distancias quedan
vencidas por la memoria y la incertidumbre de las corrientes, que hacen pensar
que las moléculas acuosas de la infancia son las mismas que bañan los pies del
adulto al otro lado del océano. Aquella mirada perpleja ante el horizonte
infinito del Caribe es idéntica a la que observa con igual perplejidad la linde
azul de la costa atlántica del sur de Europa. Si los restos de un tsunami en
Asia pueden acabar en las playas de California, las olas que recuerda un niño
pueden ser las mismas que bañen la nostalgia del abuelo cuando se enfrenta al
vértigo del océano y el tiempo, flotando sin cesar sobre el vasto Atlántico que
la vida contempla. Por eso, cada verano, al pisar la arena, hundo mis pies
sobre las huellas del niño y dejo que ese mar eterno vuelva a humedecer de
emoción mis ojos, imaginando palmeras.
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