Estos meses del año son época de huracanes en el Caribe. Raro es el año en que una tormenta extrema de esta naturaleza no se forma sobre el Océano Atlántico para viajar luego hacia el oeste, arrasando con su gigantesco torbellino de viento y lluvia todo lo que halla a su paso. A EE UU, el país más poderoso del planeta y el que más medios dispone para enfrentarse a estos fenómenos naturales, acaba de llegar, no un huracán de gran magnitud, sino uno convertido, al perder fuerza, en tormenta tropical que ha descargado fuertes lluvias, provocando inundaciones, apagones y destrozos “catastróficos” en los estados de ambas Carolinas, donde al menos seis personas han muerto, centenares han tenido que ser rescatadas de sus hogares y más de un millón han sido evacuadas para buscar refugio de los posibles efectos peligrosos de la tormenta.
Hace exactamente un año, otro huracán, el más letal de la
historia reciente, devastaba Puerto Rico, isla que pertenece a EE UU como
Estado Libre Asociado, dejando un reguero de más de 2.000 muertos y destrozos
en infraestructuras en la isla de difícil, lenta y costosa reparación; y más
aún, sin ayuda. Aquel huracán, denominado María, tenía una magnitud cinco y
vientos sostenidos de más de 200 kms/h. Azotaba la isla dos semanas después del
paso de otro huracán que había dejado a gran parte del territorio
puertorriqueño sin energía, sin agua ni electricidad.
A Carolina del Norte, la zona continental más afectada por
la tormenta Florence, el presidente Donald Trump le ha concedido la declaración
de desastre, lo que le permitirá recibir ayudas de fondos federales,
subvenciones públicas para viviendas y préstamos baratos para cubrir
necesidades inmediatas de hogares y negocios. El Gobierno se vuelca, ahora -y como
es su deber-, en socorrer a los damnificados por estos fenómenos de la
naturaleza, como ya hiciera en 2005, tras el paso del huracán Katrina por el
sur de EE UU que causó la muerte de cerca de 2.000 personas y supuso un coste
de miles de millones de dólares al Gobierno. O, en 2012, cuando tuvo que hacer
frente al impacto económico, de más de 50.000 millones de dólares, que ocasionó
el huracán Sandy en áreas de Nueva York y Nueva Jersey, y que causó la muerte
de 147 personas.
Pero ante la catástrofe de Puerto Rico, territorio
estadounidense como los demás aunque con una relación especial, el Gobierno del
republicano Trump sólo supo reaccionar para cuestionar la magnitud de la
tragedia y advertir que no se podía estar ayudando siempre a los necesitados,
además de incidir en el coste que suponen estas ayudas. Se permitió, incluso,
utilizar su visita a la isla para humillar al pueblo de Puerto Rico con aquella
imagen en que lanzaba rollos de papel a las víctimas, dando muestras de su
total falta de sensibilidad con los afectados.
Sin embargo, ni esa actitud desdeñosa ni la tacañería con las
ayudas federales han aflorado en los mensajes de Trump, empáticos con los
ciudadanos de las Carolinas, a la hora de afrontar desde el Gobierno los daños
producidos por la tormenta Florence en la costa sureste de EE UU. Ni siquiera
ha cuestionado la magnitud del huracán ni las cifras de víctimas mortales o
daños materiales que ha ocasionado. Son ejemplos de una actitud vergonzante en
un gobernante, que administra la solidaridad de acuerdo a sus intereses. Son
dos varas de medir los huracanes y sus efectos sobre la población, en función
del interés político y el sectarismo de quien maneja el timón del Gobierno.
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