Para empezar, septiembre y octubre brindan ocasiones para la
demostración de las respectivas convicciones graníticas y la inmovilidad estoica
de sus posiciones, a pesar de las reiteradas apelaciones al diálogo que ambas
partes se desgañitan en reclamar ante cualquier micrófono o tribuna. El
pistoletazo de salida lo ha dado el juicio en Bruselas contra el juez Llanera a
raíz de la querella presentada en aquel país por el expresidente Carles
Puigdemont, huido tras proclamar y dejar en suspenso la República catalana,
dejando a todos boquiabiertos: a los de su banda, por quedarse corto; a los de la
contraria, por ir demasiado lejos. Desde el exilio, el querellando aguarda con
impaciencia el veredicto. Si pierde, lo blandirá desde el victimismo con el que
reafirma su obcecación, pero si gana alardeará de que la razón que le niega el
Gobierno español es reconocida fuera de nuestras fronteras.
Antes que se conozca esa sentencia, que tardará porque las
alegaciones posponen la fecha del juicio, se celebrará el 11 de septiembre la Diada de Cataluña, festividad
nacionalista propicia para manifestaciones multitudinarias. Al efecto, los
agentes movilizan a sus partidarios y simpatizantes, tanto desde el Govern catalán como desde las
organizaciones civiles (ANC y OC, fundamentalmente) que actúan coordinadas con
aquel, para llenar las calles de lemas, cánticos, lazos y banderas esteladas en
demostración de un refrendo popular que en las urnas nunca ha sido mayoritario.
Esa es, precisamente, una de las farsas del independentismo catalán: pretender
representar a la voluntad de un pueblo en su totalidad cuando responde a las
intenciones de una parte del mismo, para colmo, no mayoritaria. Con esa finalidad,
no le importa dividir traumáticamente a la sociedad en un enfrentamiento que,
por ahora, se limita a plantar y retirar símbolos amarillos en calles y
edificios, lugares supuestamente públicos que pertenecen a todos y que así
debería estar garantizado por las instituciones de la Generalitat, incluida su
policía autonómica, que sólo identifica y multa a los que limpian esos espacios
y no a los que los ensucian. Se espera, pues, un rebrote de manifestaciones de
gran repercusión mediática, aunque posiblemente con menor asistencia que otros
años, además de diversos actos de calculada violencia pacífica, si el oxímoron fuera
compatible con la realidad.
Entre tanto, el molt honorable
presidente de Cataluña, Quim Torra, marioneta presidencial cuyos hilos maneja
el huido Puigdemont, continúa lanzando mensajes de radicalidad retórica contra
el Estado, la Justicia, la Democracia española, la Constitución y toda la
legalidad del país, mientras sigue sin gobernar su Comunidad Autónoma, mantiene
sin actividad el Parlament regional y visita cuantos balcones y teatros le
ofrezcan, orlados de simbología amarillenta, para lanzar sus soflamas. Sigue, erre
que erre, asegurando que en España hay presos políticos, no políticos presos
por violar la ley; que la democracia es bananera cuando es esa democracia la
que le permite ser presidente de una Autonomía; que la Justicia no es un poder
independiente pero pide al Gobierno que la instrumentalice para poner en
libertad a “sus” políticos presos; que su lealtad es con el mandato del “referéndum”
de octubre pasado cuando aquella patochada, celebrada sin censo ni control, no
fue legal ni estuvo validada por ningún organismo internacional; y que el Rey
no es bien recibido en Cataluña a pesar de ser el Jefe de Estado de una
monarquía que hunde sus raíces en los viejos reinos feudales, incluidos sus
condados y señoríos, de lo que más tarde sería España, hoy un Estado Social y Democrático
de Derecho, homologable a cualquier democracia occidental y de nuestro entorno
europeo. Le pese a quien le pese.
Incapaz de gobernar, por estar subordinado a quien lo
designó provisionalmente desde Bruselas y por carecer de un programa de
Gobierno que no sea la mera repetición de eslóganes dictados por el soberanismo
al que debe su cargo, el presidente Torra se limita a pronunciar discursos
organizados por sus fieles y dirigidos a sus huestes, en espacios alejados de
las instituciones en los que no se produzcan interpelaciones inoportunas de la
oposición, como el Teatro Nacional de Cataluña, donde asegura, con discurso
grandilocuente y gesticulante, estar dispuesto “a llegar tan lejos como
Puigdemont”. Imaginamos que a ser un prófugo en Bruselas. Y amenazar con abrir
las cárceles si la sentencia del Tribunal Supremo no le satisface y no deja
libres a los políticos catalanes presos, acusados de rebelión. Es decir, se
dedica a sugerir chantajes antidemocráticos, hueros de contenido y
perfectamente inútiles para encauzar y resolver el conflicto catalán.
La otra fecha disponible para calentar el ambiente es la del
aniversario de las leyes de ruptura, los días 6 y 7 de septiembre, cuando el
Parlament aprobó, hace un año, la Ley del Referéndum y la de Transitoriedad
Jurídica, que sirvieron para convocar el referéndum del 1 de octubre y
proclamar la república el 27 del mismo mes. Ambas leyes, inmediatamente
declaradas ilegales por el Tribunal Constitucional, constituyen el punto de no
retorno en la ruta de desobediencia del movimiento secesionista y en la ruptura
y desconexión con la legalidad vigente. Salvo los independentistas, todo el
espectro político del país consideró aquellas leyes como “un golpe a la
democracia” por subvertir la legalidad constitucional mediante leyes que
ignoraban y violaban los propios procedimientos legales y constitucionales. De
hecho, los letrados de la Cámara catalana y el Consejo de Garantías
Estatutarias ya habían advertido, respectivamente, de las irregularidades e
ilegalidades que se cometían con ellas. De nada sirvió. Cegados con el
espejismo de la independencia, los parlamentarios de Junts pel Sí, con la
connivencia de la presidenta del Parlament (Carme Forcadell, todavía en
prisión), forzaron la aprobación de unas leyes que sabían representaban un
ataque directo y frontal al Estado constitucional español. Es de esperar, por
tanto, que la efeméride de un acontecimiento inútil, pero de tanta repercusión emocional
y simbólica para el independentismo, no se deje pasar por alto por los
profesionales que enardecen a quienes quieren oírlos con mensajes victimarios,
aunque falsos, que tan rentables resultan a todo nacionalismo, sea
independentista o no. En puridad, es lo que hizo el presidente catalán, no en
el Parlament ni desde su despacho de la Generalitat, sino desde un teatro
reservado exclusivamente para sus fieles. Actuó como un político que se dirige
a sus partidarios, no como el gobernante que habla a toda la ciudadanía
catalana, a la que más de la mitad desoye, ignora y desprecia.
Pero si hay un día señalado, ese es el 1 de octubre. Fecha
icónica para el independentismo por la celebración, hace también un año, del
referéndum de autodeterminación declarado ilegal y al que se aferran los
soberanistas para justificar cuantas iniciativas se les ocurren, tendentes a lograr
la independencia unilateral de Cataluña. Un referéndum celebrado sin ninguna
garantía, incluso sin sindicatura electoral -cuyos componentes dimitieron ante
las advertencias del Tribunal Constitucional- que velara por la limpieza en su
celebración y sin censo del cuerpo electoral de votantes con el que controlar
la participación y evitar el fraude, como el que, efectivamente, se produjo de
manera descarada para inflar el resultado. Una pantomima que se pretende sobrevalorar
como lo que no fue (un hito histórico) para repetir una estrategia de
movilización y justificar una situación a todas luces injustificada,
desestabilizadora de la convivencia y traumática para la sociedad catalana en
su conjunto. Se insiste por ello, aunque sea de boquilla (Torra), en una
“ruptura”, a la que no se renuncia, que ya se sabe a lo que conduce (cárcel o
exilio) y que utiliza a los políticos presos como coartada ante el callejón sin
salida en que se ha metido el independentismo catalán y del que no sabe
cómo salir sin dar vuelta atrás. Son, precisamente, los políticos presos los
que hacen llamamientos para que no se insista en esa estrategia (Josep Rull) o
en la estupidez de imponer la independencia sin tener en cuenta al 50 por
ciento de catalanes que no lo es (Joan Tardá, portavoz parlamentario de ERC). De
esta manera, se apartan de los agitadores irreductibles (Puigdemont y Torra), que
continúan mirando al dedo y no la luna, en su empeño de autoconvencerse de la
función mesiánica que creen protagonizar, sin causa y sin meta. Sin causa
porque el derecho a la autodeterminación (eufemísticamente transformado en
“derecho a decidir”) la ONU lo reconoce sólo para los pueblos colonizados,
reprimidos por dictaduras o invadidos militarmente, y sin meta porque la
independencia no se contempla para ningún territorio de un Estado soberano en
el que no confluyan los supuestos anteriormente citados. Y menos aún para uno
en que la descentralización de su Administración prácticamente lo asemeja a un
país de corte federal.
Pero la única fecha que en verdad hubiera tenido trascendencia, si el
propio independentismo no hubiera sentido el vértigo de cambiar la historia,
sería la del 27 de octubre, día en que el Parlamento catalán declara la
independencia de una Cataluña convertida en república. Prefirió la farsa.
Previamente, el 10 de octubre, el presidente de la Generalitat promulgaba en un
discurso, dando por válido el referéndum ilegal, la proclamación de una
independencia que dejaba en suspenso hasta que se produjera un diálogo con el
Gobierno de España para que la aceptase. El Gobierno respondía con la
aplicación del Artículo 151 que, con objeto de restablecer la legalidad
constitucional quebrantada en aquella Comunidad Autónoma, destituía al gobierno
catalán y asumía por delegación el control de la Generalitat. El resto ya se
conoce: Puigdemont y varios consejeros se fugan de la Justicia y diez políticos
del procés, junto a los líderes de
las asociaciones Omniun y ANC, van a dar con sus huesos a la cárcel, donde
continúan.
Nada de todo esto hace reflexionar a los intransigentes dirigentes
del independentismo catalán, dispuestos en cualquier caso a seguir agitando a
sus incondicionales para sembrar la inquietud en sus oponentes, ocultar sus
mentiras y manipulaciones históricas o políticas, y conservar la capacidad
de movilización que aún detentan en función de intereses, declarados (independencia)
o espurios (corrupción). Con la amenaza de un otoño infernal confían en seguir mareando
la perdiz. Tienen suerte, disponen de efemérides, la mayoría de ellas
desafortunadas, para intentarlo. Y son tercos: su voluntad es persistir en las
andadas aunque con ello perjudiquen, en esa huida hacia delante, a la
ciudadanía de Cataluña, a la que deberían escuchar en vez de interpretar. Lo
dicho, un otoño infernal si se vuelve a las andadas.
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