Los países ribereños del Mediterráneo solicitan más medios y
políticas de extranjería eficaces, consensuadas y apoyadas por la Unión Europea (UE)
en su conjunto, que sirvan para frenar el descontrol migratorio y la presión
que soportan los estados fronterizos con África y Oriente Próximo. Argumentan
que el sólo esfuerzo nacional de cada uno de ellos es insuficiente para
afrontar el fenómeno de la inmigración hacia Europa y que la gestión coordinada
en conjunto redundaría en beneficio de toda la UE. Y para ello se necesitan recursos y una
legislación común, en cuestión de asilo, readmisión, expulsiones y convenios de
ámbito comunitario con los países de origen, que hagan posible la vigilancia, la
seguridad y la protección de esa frontera sur con mayor eficacia
(impermeabilizarla), a fin de prevenir y, en su caso, evitar o reducir tales
flujos migratorios.
En definitiva, pretenden construir un “muro” a lo largo de
la costa mediterránea de Europa y con tal fin se reúnen desde hace años un
grupo de países, formado por Portugal, España, Francia, Italia, Malta, Grecia y
Chipre, que son conscientes de ser las “puertas” de una frontera por la que se
cuelan los inmigrantes “sin papeles”. Están dispuestos a combatir y limar los
intereses contrapuestos existentes en el seno de la UE que impiden, hasta la fecha,
la obtención de resultados más provechosos, aun cuando la crisis migratoria ha
descendido en los últimos tiempos y se ha reducido considerablemente la presión
que sufría Italia, Grecia y España en sus costas por las continuas avalanchas
de refugiados e inmigrantes que desataron una respuesta populista y xenófoba,
convenientemente espoleada por algunos partidos radicales, en muchos países del
Viejo Continente. Existen, por tanto, razones políticas (frenar los populismos
racistas) y económicas (el control fronterizo es costoso de asumir por cada
país en solitario) en la solicitud de estos países ribereños por una mayor
implicación y el compromiso del conjunto de la UE con las políticas de migración y de protección
del flanco sur de Europa.
Sin embargo, aunque se aluda a la lucha contra las mafias que
se enriquecen con la migración ilegal y se reclame generosidad y cooperación
con los países africanos, no sólo para paliar las causas que empujan a sus
nacionales a jugarse la vida en el mar, sino también –y sobretodo- para
alcanzar acuerdos de readmisión de los inmigrantes rechazados, la pretensión de
este grupo de países –y de Europa- resulta hipócrita e insolidaria con la
violencia, las injusticias y las calamidades que padecen la mayoría de esos
inmigrantes y refugiados, seres también dignos de ser amparados por los
Derechos Humanos que Europa dice respetar escrupulosamente, pero que les niega
cada vez que los expulsa “en caliente” desde la misma frontera (deportaciones
ilegales) o cuando no les concede el asilo que solicitan. Y es que, obsesionados
con nuestra “defensa” fronteriza y buscando la “estabilidad” de nuestras
sociedades, olvidamos a veces que los inmigrantes son seres humanos amparados
por los mismos Derechos Humanos que nos asisten y no se les puede considerar ni
delincuentes ni agentes “perturbadores” de nuestra identidad cultural o confortabilidad
económica. No constituyen ninguna amenaza para nuestras libertades ni una merma
de nuestros derechos, aunque sí una exigencia de nuestras obligaciones morales,
cívicas y legales. Porque con el subterfugio de una más estricta regulación
fronteriza, estas políticas europeas de control de la migración violan los
Derechos Humanos de los inmigrantes (recuérdese el acuerdo vergonzante con
Turquía). Tanto es así que hasta el propio Comisionado para los Derechos
Humanos del Consejo de Europa ha instado a los países miembros a priorizar la
integración de los migrantes y asegurar su efectiva protección contra la
discriminación, evitando las expresiones de racismo y xenofobia.
Es por ello que hay que evitar la tentación de justificar
políticas de mayor rigor e impermeabilización de las fronteras sobre la base de
una supuesta seguridad y una mejor defensa de nuestras sociedades.
Implícitamente se está justificando la exclusión del “otro”, del que es
diferente –por su cultura, raza, religión o costumbres- de nosotros. Una
tendencia que prolifera desgraciadamente en la actualidad y que provoca la
utilización de discursos xenófobos, cuando no directamente racistas. De ahí el recelo
a unas iniciativas que nacen más bien del miedo y el rechazo al otro. Entre otros
motivos, porque poner “puertas al mar” e impedir los flujos migratorios no
combate el discurso del odio, sino que lo justifica y lo dota de sentido,
exacerbando esos nacionalismos cuyo componente identitario, más abstracto que
real, se basa en la diferencia y la exclusión de los demás, del otro. Algo
contrario, por lo demás, al concepto mismo de democracia, la cual, según
Derrida*, no puede darse sin respeto a la diferencia y sin atención a la
singularidad.
Ni Trump con sus muros y expulsiones ni Europa con sus
políticas de rigor fronterizo podrán impedir nunca que los desfavorecidos por
su lugar de nacimiento intenten atravesar, legal o ilegalmente, cuantos
obstáculos encuentren en pos de un ideal de justicia y prosperidad. Les impulsa, como a todo ser humano,
un ideal de felicidad que, como señala Zygmund Bauman* en La sociedad sitiada, “hace que el sufrimiento sea imperdonable, que
el dolor sea una ofensa y la humillación sea un crimen contra la Humanidad ”.
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* Citados en "Los discursos del odio", de Domingo Fernández Agis, en Claves de Razón Práctica, nº 256, enero/febrero 2018, págs. 68 a 77.
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* Citados en "Los discursos del odio", de Domingo Fernández Agis, en Claves de Razón Práctica, nº 256, enero/febrero 2018, págs. 68 a 77.
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