La alarma, no por puntual menos preocupante, por el colapso que recurrentemente sufren las urgencias hospitalarias en nuestro país en épocas claves del año (en verano por las vacaciones y en invierno por las epidemias gripales), parece que no tiene solución en la sanidad española. Cada año, sin que nada lo remedie, las urgencias se ven abarrotadas de enfermos que ocupan salas de espera, pasillos y consultas hasta que son atendidos por unos facultativos agobiados por la presión asistencial. Ningún protocolo de actuación ha logrado hasta la fecha evitar la denigrante imagen de un servicio de urgencias puntualmente desbordado por pacientes que aguardan un tratamiento en condiciones tercermundistas. Y este invierno y con la primera epidemia de gripe de la temporada, se ha vuelto a repetir la bochornosa situación en muchos hospitales de España. Una situación que puede acarrear consecuencias fatales, como las que causaron la muerte de dos personas en Andalucía mientras aguardaban durante horas ser atendidas en las urgencias de los hospitales de Antequera (Málaga) y Úbeda (Jaén). Es algo inaudito e inaceptable. Porque, aunque es normal que la gente muera en los hospitales como desenlace inevitable de padecimientos graves y terminales, no lo es que lo haga sin recibir toda la asistencia médico-sanitaria pertinente. ¿Qué es lo que falla?
Falla, en primer lugar, la imprevisión de unas urgencias que
no disponen de espacio ni personal para afrontar picos de sobredemanda
asistencial sin que salten las costuras de un servicio que normalmente funciona
casi al cien por ciento de su actividad cotidiana. Las camas de observación que
dejan libre los pacientes dados de alta o ingresados en planta vuelven a ser
ocupadas casi de inmediato por nuevos pacientes de urgencias. Y las consultas
de urgencias, independientemente de su número y dotación, resultan
insuficientes, sin una reserva estratégica para tales casos, a la hora de hacer
frente a la avalancha de usuarios que demandan atención médica urgente, aunque
la mayoría de ellos no represente ninguna urgencia en realidad, sino afecciones
que debieran ser atendidas en la asistencia preventiva por su médico de
cabecera. Este es el escenario característico del colapso de las urgencias que
se produce en el período invernal. Las plantillas del personal sanitario
(médicos, enfermeros, celadores, técnicos de laboratorio, etc.) se diseñan para
un rendimiento del cien por ciento, pero no para hacer frente a un pico
asistencial del 150 ó 200 por ciento. Además, el espacio disponible, por
condiciones de edificación, es limitado y suele estar aprovechado en su
totalidad con el funcionamiento diario del hospital. No hay más huecos donde
poner más camas ni más personal con que aumentar la actividad.
Y si las plantillas, en invierno, están completas y trabajan
a pleno rendimiento, en verano, a causa de las vacaciones del personal, suelen reducirse,
coincidiendo con una menor demanda asistencial en la mayoría de los centros
hospitalarios. Sin embargo, en otros centros, sobre todo de la costa, aumenta
la actividad en ambulatorios y hospitales por el incremento de la población –turistas
y residentes- que acontece en el período estival. Las consecuencias más comunes
de esta situación son el retraso en realizar pruebas diagnósticas,
intervenciones quirúrgicas y otras prescripciones programadas, pero no
urgentes, del que se quejan con razón los usuarios afectados. Rara vez se
saturan las urgencias, pero cuando sucede enervan a unos pacientes irritados
por la falta de personal y los retrasos.
Parece evidente, por tanto, que una parte del problema del
colapso de las urgencias hospitalarias se debe a la poca elasticidad de unos
servicios que, por dotación y espacio, no tienen capacidad para amortiguar con
eficiencia una sobredemanda asistencial. De alguna manera, deberían disponer de
una reserva estratégica que permitiera resolver sin verse colapsados esos picos
de demanda que puntualmente se producen y que son previsibles en determinadas
fechas del año. Pero es probable que, incluso con tal reserva, no puedan evitar
verse desbordados por una avalancha de pacientes que colapsa cualquier
contingencia.
Ello constituye otro fallo del sistema: el mal uso de un
servicio público que está destinado a solventar situaciones de urgencias, no a
ofrecer asistencia sanitaria que debería prestarse en la medicina primaria. La
mayoría de los demandantes de una atención de urgencia acuden por iniciativa
propia, sin que vengan dirigidos por ningún facultativo que aprecie la urgencia
que precisa el paciente. Y son estos usuarios los que colapsan, la mayor parte
de las veces, las urgencias y lentifican el funcionamiento de un servicio
pensado para resolver situaciones en que la vida del paciente está comprometida
si no se actúa de inmediato: ese es realmente el concepto de urgencia. Todo lo
demás es atención sanitaria que corresponde a la medicina primaria
(ambulatorios y centros de salud). Pero, ni siquiera así la culpa es del
paciente, que al final acude a donde le resuelven el problema, sea urgente o
no. Porque si la medicina primaria no es capaz de atender con diligencia y
celeridad estas demandas sin marear al paciente con idas y venidas, pruebas
analíticas y diagnósticas que se alargan durante días, el usuario sin
conocimientos médicos pero preocupado por lo que le pasa no tiene más remedio que
acudir al servicio que le diagnostica su padecimiento y le prescribe un
tratamiento en cuestión de horas, no de días o semanas. El fallo está, pues, en
la medicina primaria, cuya falta de agilidad y eficacia provoca el colapso de
las urgencias.
En cualquier caso, todo es susceptible de mejora, también
las urgencias. Las muertes sobrevenidas en estos servicios, en pacientes que aguardaban
ser atendidos, y los recurrentes colapsos a que se ven abocados, evidencian la
necesidad de una mejor organización de las urgencias, la revisión de los
protocolos de actuación para actualizarlos de tal manera que impidan que nadie fallezca
en una camilla o silla de rueda en sus pasillos sin ser atendido, y una mayor dotación
de medios, materiales y humanos, con los que prevenir, en lo posible, cualquier
pico asistencial.
Pero más prioritario aún es la potenciación de la medicina
primaria, de tal manera que pueda solventar con rapidez y eficacia esas
demandas de asistencia urgente de la población y, en su caso, canalizarlas a
las urgencias hospitalarias cuando de verdad sea necesario. E, indudablemente,
también la concienciación de los usuarios y su responsabilidad a la hora de
hacer buen uso de los servicios sanitarios, como el de urgencias, posibilitaría
en gran medida que ninguno de ellos se vea desbordado, salvo en una catástrofe.
El colapso de las urgencias no es inevitable sin todos ponemos de nuestra parte
y actuamos con responsabilidad. Exijámoslo y exijámonoslo.
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