En los últimos días se han evidenciado las distintas varas de medir que existen en una sociedad caracterizada por las desigualdades a la hora de remunerar a las personas, según su condición social. La teoría de las clases sociales quedaba, así, confirmada por los hechos de la realidad. Porque, mientras a algunos se les niega un salario digno con la excusa de las dificultades empresariales y la crisis económica, a otros la justicia les reconoce la legalidad de unas indemnizaciones millonarias, a pesar de dejar la empresa que dirigían al borde de su desaparición y la quiebra. Para estos últimos afortunados, las excusas de las dificultades y las crisis no son motivos que deban influir cuando han de ser remunerados por una retirada forzada, pero blindada y suculenta. Y es que la pretensión de cualquier trabajador de cobrar mil euros mensuales –como los antiguos “mileurista”, en expresión peyorativa- supone, en la actualidad, un gasto insoportable para cualquier empresa, aunque ésta obtenga pingües beneficios. Sin embargo, abonar una compensación millonaria a cualquier directivo cuando abandona la empresa voluntaria o involuntariamente, es lo justo y conveniente, según contratos elaborados a medida y ratificados por la ley, incluso si la empresa atraviesa un proceso de práctica liquidación. Ambas varas remunerativas se han hecho evidentes de manera insultante en sendos sucesos acaecidos simultáneamente en la actualidad.
Tras años de penurias, destrucción de empleo y reducciones
salariales que han empobrecido a los trabajadores a cuenta de una crisis
económica de la que no son responsables, los sindicatos exigen, al hilo de una
recuperación de la actividad económica de la que han sido excluidos, una subida
salarial del 3 por ciento para los próximos años, al objeto de que los
empleados comiencen a recuperar parte del poder adquisitivo perdido. Es
decir, que la tan voceada por el Gobierno recuperación llegue también a los bolsillos
de los trabajadores. En los prolegómenos de esa negociación entre la patronal y
los sindicatos, el presidente de la Confederación
Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), Juan Rosell,
se mostró favorable a una subida salarial de entre el 1,2 y el 2,5 por ciento, más un
punto adicional en la parte variable, que parecía acorde con las demandas
sindicales. Pero la patronal madrileña, miembro relevante de esa Confederación,
enseguida mostró su rechazo a tal subida, puesto que “muchas pequeñas y
mediadas empresas aún están en números rojos”. Incluso se opuso a la subida del
8 por ciento del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) aprobada por el
Gobierno, al considerar que tal incremento, a todas luces justificado, tiraría
al alza al resto de los salarios. No hace falta resaltar cuál de los criterios
ha prevalecido en la CEOE
en demostración de que, para la patronal empresarial, los trabajadores han de
seguir soportando las estrecheces y precariedades impuestas durante la crisis,
aún cuando un cambio de ciclo económico impulsa una recuperación cuyos
beneficios disfrutan sólo los patronos y altos ejecutivos de las empresas.
Tal actitud cicatera para el reparto equitativo de los
beneficios que proporciona la recuperación económica contrasta con el dispendio
“legal” que se produce cuando las élites de cualquier cúpula empresarial abandonan
sus cargos. En tales casos, no supone ninguna carga para dichas empresas
resarcir a sus ejecutivos, aún cuando estas atraviesen dificultades que llenen
de “números rojos” sus cuentas de resultados. Así lo ha reconocido la Justicia , al absolver recientemente,
en la Audiencia Nacional ,
al expresidente y al exconsejero delegado de Abengoa, Felipe Benjumea y Manuel
Sánchez Ortega, de los delitos relacionados con las indemnizaciones que
percibieron cuando abandonaron una empresa que estaba a punto de declararse en
situación de preconcurso de acreedores, en 2015. Estaban acusados de
administración desleal y otros delitos por cobrar indemnizaciones millonarias
(11,4 y 4,5 millones de euros, respectivamente) de una empresa abocada a la
insolvencia y prácticamente la quiebra, que supuso el despido de miles de
trabajadores y el quebranto para innumerables inversionistas, proveedores y
acreedores. La Justicia
estima que tales emolumentos son válidos y legales en virtud de los contratos
establecidos que los vinculaban a la empresa, contratos como los que firman los
trabajadores pero que, llegado el caso, ni garantizan su sueldo ni su
estabilidad laboral.
Estos hechos coincidentes en el tiempo en nuestro país ponen de
relieve las distintas varas de medir existentes en el mundo laboral, donde la
precariedad siempre la soporta una parte, la más numerosa y vulnerable, y los
beneficios la otra parte, una minoría privilegiada y amparada por gobiernos,
leyes y reformas laborales. Ello siempre ha sido así y lo único malo es que
aceptamos, con resignación y nuestro voto, esta sociedad clasista, injusta y llena
de desigualdades como si fuera lo más normal del mundo. Una “normalidad” que
condena al pobre a la pobreza y posibilita al rico mayores riquezas. Y todo
perfectamente legal.
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