El día que Obama accedió a la presidencia, en enero de 2009,
Estados Unidos estaba soportando los estragos de la crisis económica y tropezaba
con las bancarrotas de algunas de las más importantes agencias financieras del
mundo, cuyas irregularidades, abusos y avaricias ocasionaron el hundimiento de
la actividad económica y catapultaron una deuda insoportable en la mayoría de
los países occidentales, incluida Europa. Las medidas tomadas entonces por
Obama han resultado ser más eficaces y menos traumáticas que las adoptadas en
Europa, y han permitido superar aquella situación y reconducir las tasas de
desempleo a cotas impensables en nuestras latitudes. En la cuna del liberalismo
económico, no dudó en nacionalizar pérdidas para sanear sectores que
posteriormente han respondido a las responsabilidades exigidas. Hoy, Obama deja
una economía saneada y se va después de crear más de 12 millones de puestos de
trabajo, sin renunciar a la competencia en un mundo globalizado ni privilegiar
a su mercado e industria con medidas proteccionistas, como pretende quien va a sucederle.
La tradicional política imperialista, que ha llevado a
Estados Unidos a enfangarse en guerras interminables, fue sustituida por Barack
Obama con la retirada de tropas en los frentes que más bajas ocasionaban a los
norteamericanos, tanto en Irak como en Afganistán. El papel de “gendarme
mundial” que muchos reclaman de Estados Unidos se ha reducido a la participación
militar en coaliciones internacionales para apoyar a las fuerzas leales
nacionales o mantener una puntual intervención “a distancia”, mediante el
ataque a objetivos concretos con drones teledirigidos. Y, fundamentalmente, a
un gran trabajo de inteligencia para identificar enemigos y conocer sus planes
y movimientos con precisión y, si es posible, con antelación. El ejemplo
paradigmático de esta nueva política es la eliminación física del terrorista más
buscado del mundo, Bin Laden, en su propio escondite, hazaña que no
consiguieron ninguno de los presidentes que lo intentaron ni con el envío de la
formidable maquinaria de guerra (soldados y armamento) al teatro de
operaciones. De esta manera, las guerras, como la de Siria, las libran los combatientes
locales implicados, con toda la ayuda indirecta que sea necesaria, sin que desembarquen
ingentes contingentes de marines a involucrarse de forma activa, como era
tradición desde Vietnam hasta Irak. Ello, unido a una política exterior que ha
abierto el foco hacia Asia, con la mirada puesta en las potentes economías
emergentes de la zona, que le ha permitido firmar importantes acuerdos
comerciales que persiguen el beneficio recíproco, más el deshielo con aquellos
países con los que EE UU mantenía conflictos enconados durante décadas (Cuba, Irán,
etc.), revela la intención de un presidente resuelto a desactivar tensiones,
abrir mercados y buscar un equilibrio más justo en las relaciones
internacionales y comerciales de Estados Unidos. Revela también un presidente
con sensibilidad y ánimo de empatía para ser capaz de visitar las ciudades
japonesas desvastadas por Estados Unidos con la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial y
anhelar públicamente, en esas plazas, el rechazo a volver hacer algo semejante,
aunque sin llegar a pedir perdón, algo impensable en un comandante en jefe del
Ejército más poderoso del globo.
Una nueva política exterior que no reniega a mostrar músculo
militar cuando es oportuno. Durante el mandato de Obama se han desplegado cuatro
batallones de la OTAN
en Letonia, Lituania, Estonia y Polonia para fortalecer la presencia militar
atlántica en Europa oriental, enviando con ello un claro mensaje a Rusia de no
tolerar ataques e invasiones a países aliados, como sucedió en Ucrania con la
anexión soviética de la península de Crimea. También completó la instalación de
un escudo antimisiles, diseñado y financiado por EE UU, para repeler ataques
desde Oriente Medio, es decir, desde fuera del área euro-atlántica, ampliando
el paraguas protector frente a amenazas nuevas. Esta firmeza ha enturbiado
notablemente las relaciones con el líder ruso, Vladimir Putin, al que
sorprendentemente admira con devoción el nuevo presidente electo y con el que
desea congraciarse mediante el levantamiento de las sanciones económicas
impuestas por su intromisión –manu militari- en el conflicto ucranio.
Pero donde más se ha volcado Barack Obama ha sido en la
política interna, intentando implementar medidas que ayuden y protejan a sus
conciudadanos. Tal vez sea la reforma sanitaria la más ambiciosa de todas
ellas, pues persigue garantizar la cobertura médica a millones de
norteamericanos que no pueden sufragarse un seguro médico privado. La Ley de Asistencia Sanitaria
Asequible -el Obamacare, como se la
conoce- ha conseguido una drástica reducción del número de estadounidenses sin
seguro médico, en un país donde no te operan un dedo si no pagas previamente el
importe de la intervención. La misma ley contempla también el derecho de las
mujeres a decidir sobre su embarazo, garantizando el acceso a los
anticonceptivos como parte de la reforma sanitaria. Sin embargo, este avance
hacia una sanidad asequible y universal es lo que quiere revocar desde el
primer día el nuevo presidente, Donald Tremp, con plena complacencia del lobby de seguros médicos privados y
devastadoras consecuencias para los millones de personas que han estado
aseguradas durante el mandato demócrata de Obama.
Asimismo, bajo su presidencia se ha intentado el control de
armas y una regulación más restrictiva del sector que impida el fácil acceso a
las armas de fuego por parte de los ciudadanos. No se trata de un asunto menor cuando
cada año se producen en Estados Unidos matanzas por parte de personas
enajenadas, en posesión de rifles y pistolas, que la emprenden a tiros contra
sus semejantes en cines, escuelas, comercios o en medio de la calle. Esta
reforma, empero, no fructificó por la oposición del Partido Republicano, el
mismo que ahora se hace con el poder, y el desafío constante del lobby de armas, lo que no ha impedido
que Obama se convierta en el primer presidente que ha planeado seriamente cambiar
estas leyes. Y es que, al parecer, los norteamericanos prefieren la posibilidad
de morir asesinados a balazos por sus vecinos a limitar su libertad para
disponer y usar armas de fuego.
Otro de los derechos impulsados y reconocidos durante el
mandato de Barack Obama ha sido el del matrimonio igualitario, legalizando que
los homosexuales pudieran casarse y que esa condición sexual no fuera motivo de
persecución y sanción entre los militares, pudiendo, además, declarar
abiertamente tal orientación sin estar expuestos a reproche alguno. Pero la
reforma migratoria con la que pretendía regularizar a casi 11 millones de
indocumentados, entre los que se encuentran ese casi millón de jóvenes que
entraron ilegalmente en el país siendo niños pero han crecido y estudiado en EE
UU, ha constituido un rotundo fracaso. El Congreso nunca llegó a aprobar esta
revolucionaria iniciativa de Obama y la nueva política de Trump, empeñado en
levantar un muro en la frontera con México, hace temer un endurecimiento frente
a la migración y un paso atrás en las políticas de integración, incluso para
los hijos sin papeles que llegaron con sus padres.
Y Guantánamo. Quiso cerrar esa cárcel ubicada en una base
militar norteamericana en Cuba y fue, de hecho, la primera orden que firmó al
llegar a la Casa Blanca.
Pero, ante la imposibilidad de clausurarla y trasladar sus presos a cárceles de
máxima seguridad en EE UU, por el rechazo frontal del Partido Republicano y
parte de su propio partido, ha optado durante todo su mandato por ir
desalojándola, enviando a los reclusos menos peligrosos a países que acepten su
custodia carcelaria o la libertad vigilada. De los 780 reclusos que albergó
este infame centro de detención en sus “mejores” tiempos, caracterizado por las
torturas y otros procedimientos interrogatorios inaceptables, con Obama se han
reducido a sólo 45 internos, de los que diez cuentan con autorización para su
trasladado a Omán, a menos que el nuevo presidente lo impida.
Salvando las distancias, existen coincidencias en la renuente valoración que concitan el todavía presidente Obama y el expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Como sucedió con el mandatario español, al que todavía se le niega el reconocimiento por medidas que han transformado nuestro país, como
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