Últimamente, raro es el día en que alguna noticia sobre violaciones y otras agresiones sexuales no forma parte del contenido informativo de los medios de comunicación. Unas veces son jóvenes -y no tan jóvenes- los que aprovechan una fiesta u otra celebración cargada de alcohol para abusar de mujeres en portales o descampados; otras, curas, jefes o educadores que hacen uso de su autoridad para tener acceso carnal con sus pupilos; también padres, tíos u otros parientes que abusan de familiares menores de edad e, incluso, catedráticos de universidad que obligan a profesoras, becarias y alumnas a satisfacer sus deseos libidinosos. Tal abundancia de acontecimientos noticiosos sobre violencia sexual puede hacernos creer que, en la actualidad, se producen más agresiones de este tipo que en épocas pasadas, cuando en realidad, aún sin contar con datos que confirmen esta opinión, es todo lo contrario. Trataré de argumentarlo.
En principio, no se puede negar que abruma el número
creciente de noticias que dan cuenta casi a diario de sucesos de esta
naturaleza. Desde un vicario de Guipúzcoa, imputado por tocamientos deshonestos
a menores, hasta ese entrenador deportivo enviado a prisión por abusos a varios
menores, pasando por el padre de una niña, cuya enfermedad ha sido utilizada
para cometer una descomunal estafa a escala nacional, al que se le ha hallado
un archivo electrónico con fotos de contenido erótico o sexual en las que la
menor está incluida, todos ellos son casos que despiertan, como decimos, una muy
justificada alarma social. Esa reiteración prácticamente diaria de este tipo de
sucesos nos puede inducir a pensar que hoy se cometen más agresiones sexuales a
mujeres y menores de ambos sexos que nunca. Y podríamos estar equivocados.
Es verdad que todavía no hay en España registros fiables ni
estadísticas actualizadas sobre este tipo de violencia que desmenucen en datos
el problema, no sólo para cuantificar lo más exactamente posible su volumen,
sino también para analizar el contexto y las posibles circunstancias o causas
que lo producen o favorecen. Partimos aún de impresiones, hipótesis y
casuísticas parciales que nos dibujan, con todo, un panorama preocupante que
debería ser abordado con mayor contundencia por las autoridades, modificando la
legislación y tomando nuevas iniciativas de prevención y castigo, si fuera
necesario. Un panorama preocupante porque se trata de un asunto en gran parte
invisible, del que emerge sólo esa “punta del iceberg” que aparece en los
periódicos o páginas de sucesos de los medios. Lo desconocido, lo no denunciado
y que se queda en la intimidad del agredido/a y en el orgullo patológico del
agresor es infinitamente mayor. Nos podemos hacer una idea de su tamaño con el
dato que maneja el Ministerio del Interior, según el cual una mujer es violada
en nuestro país cada ocho horas, de promedio. Pone los pelos de punta.
Parece evidente, pues, que se trata de un asunto grave, de
enorme complejidad, que cuestiona nuestra moral, nuestra ética y un modelo de
sociedad, todavía profundamente machista, en el que la mujer y los niños quedan
desprotegidos y dependientes de un patriarcado que no les reconoce la igualdad,
la dignidad y el respeto como personas. Un patriarcado que confunde dependencia
con pertenencia, por lo que se cree autorizado a tratar a sus dependientes como
si fueran objetos susceptibles de ser utilizados, incluso por la fuerza, para
satisfacer pulsiones y apetitos. Así, con sólo rascar el problema, se descubre
que detrás de esta violencia hay una patología individual y un trasnochado
componente sociocultural que hace prevalecer al hombre sobre la mujer, lo que
genera conductas estereotipadas de dominio y superioridad masculinas que
cuestan trabajo erradicar de nuestras tradiciones, costumbres y, en definitiva,
de la convivencia diaria. En su conjunto, son actitudes individuales y
colectivas difíciles de modificar o corregir, a pesar de los esfuerzos que se
llevan a cabo, desde no hace muchos años, para
conseguir una verdadera equiparación en derechos del hombre y la mujer,
una igualdad real que, más allá del texto de las leyes, impregne la vida
cotidiana, doméstica e individual de las relaciones entre ambos sexos, sin
discriminación ni perjuicios. Mucho se ha avanzado con estas políticas de
igualdad, que muchos aún cuestionan, en nuestro país, pero es insuficiente.
Incluso se han realizado importantes reformas legislativas para considerar
delitos, y poder castigarlos, muchas de esas conductas machistas que convierten
a la mujer y a los miembros más indefensos de la familia, los niños, en objeto
de abusos y violencia de todo tipo, fundamentalmente de carácter sexual. Así,
se ha tipificado como agravante de género la comisión de aquellos delitos que
se ejercen contra la mujer por el hecho de ser mujer y como acto de dominio y
superioridad. También se definen los delitos de odio, con los que se penaliza
toda apología de la violencia de género y las incitaciones contra la dignidad
de la mujer y la violencia contra ellas, tanto a través de los medios de
comunicación como de las redes sociales e Internet. Se persigue, pues, cambiar
la situación en que se halla la mujer en el contexto de una sociedad más
igualitaria, diversa, plural, respetuosa y tolerante.
Aún así, se producen en nuestros días una cantidad
intolerable de casos de abusos y agresiones contra ellas y los niños por parte
de sujetos de toda condición y estrato social. Quedan todavía, a pesar de todas
las campañas de sensibilización y medidas legislativas, restos de una “cultura
de la violación” residual entre nuestros comportamientos y actitudes sociales
que no se ha logrado erradicar completamente. Una “cultura” que mide la
masculinidad según el nivel de dominio y poder que se ejerce sobre el otro y
que considera los impulsos sexuales como inevitables e irrefrenables. Un
ramalazo cultural que caracteriza a la mujer como “incitadora” de esos bajos
instintos difícilmente controlables del hombre y que, por tanto, justifica y
banaliza las agresiones y la violencia que se cometen contra ellas, hasta el
extremo de culpar a las víctimas y “comprender” a los agresores. Ese machismo
aún perdura en nuestros días y su más repugnante expresión es la violenta que
se manifiesta con abusos, agresiones y violaciones a ese “otro” (mujer o
menores) sobre el que cree tener dominio y poder.
Y si esto pasa en nuestros días, ¿qué no pasaba antes,
cuando ni la mujer tenía los mismos derechos que el hombre, cuando el poder
tenía derecho de pernada y el varón era cabeza de una familia que le pertenecía
por derecho patrimonial? Pasaba que la mujer y los hijos eran sujetos que le
debían obediencia y sumisión al ser el varón el único sustento de la familia.
Los varones tenían preferencia hereditaria, incluida la del trono, y retenían
en exclusividad los mejores puestos laborales del mercado, quedando la mujer
relegada, con la pata quebrada, a las tareas domésticas del hogar, donde debía
prestar consuelo y solaz al hombre que retornaba sucio y cansado. Allí éste
podía pegar, maltratar y humillar a los suyos, pues la ley, humana y divida, se
lo autorizaba y consentía. Las violaciones formaban parte de los botines de
guerra y eran consecuencias de la conducta exigida a los que se visten por la
pierna y han de demostrar su fuerza, carácter y hombría. Todo ello, en más o
menos grado, era lo común no hace mucho, sin que nadie se atreviera a
denunciarlo, menos aún una mujer. No pasaba desapercibido, pero era considerado
algo natural de la intimidad de la pareja. Y si hoy, con todo lo avanzado en
políticas de igualdad, una de cada tres mujeres ha sufrido algún tipo de
agresión sexual, según la OMS ,
¿cuántas lo fueron entonces? Imagíneselo.
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