Aunque ya no creo en los Reyes Magos, siempre me traen regalos, unas veces útiles y prácticos (pijamas, corbatas, bolígrafos), y otras, simples objetos de compromiso (colonias, libros de autoayuda, sacacorchos, etc.) Pero este año me han sorprendido porque no han esperado a este seis de enero para darme obsequios. Y han sido extremadamente generosos.
Para empezar, me han traído en otoño una jubilación que ya
estaba deseando conseguir y a la que me he entregado en cuerpo y alma. Cada día,
desde entonces, me levanto agradeciendo la posibilidad de disfrutar del tiempo
a mi antojo, sin estar condicionado por más obligación que la que yo mismo me
imponga. Tiempo dedicado a leer, escribir y, fundamentalmente, a vivir y gozar
de la compañía de la familia y los amigos. De esta manera, como cualquier
jubilado, aprovecho para andar, recorrer la ciudad y descubrir, con ojos de
curioso impenitente, rincones, personajes y estampas nunca antes contempladas
desde una perspectiva inédita y empática, a ras de acera y surgida de la
emoción, no desde el coche, camino hacia alguna parte. Todo un regalo.
También he sido obsequiado con mi propio hogar, no como lugar
de tránsito hacia el reposo tras una jornada laboral, sino como espacio en el
que las horas transcurren en función de los deseos y de mi actividad. Ha sido
muy grato disfrutar de las mañanas en mi casa, dispuestas a mi entera voluntad y
satisfacción, para planear nuevas rutinas domésticas, y de enriquecimiento
y ocio. No he hallado mayor alegría que salir al balcón cada día a saludar una
jornada que yo decido cómo emplear, sin que me sobren horas para el
aburrimiento. La lista de proyectos es aun larga y plena de ilusión.
Se acumulan, por ejemplo, las lecturas, las visitas
sosegadas a las librerías, a los museos, los espectáculos y las exposiciones
que atraen mi interés y sacian un apetito selectivo por la cultura y el
conocimiento, sin ánimo erudito, sino por el placer de saber, comprender y
conocernos como seres humanos. De ello deriva una disposición diaria a la
lectura reposada de autores noveles y de los que siempre he tenido
predilección. Relecturas y lecturas que se rumian en el silencio mimado y
atemporal que envuelve el lugar de las ensoñaciones literarias de una salita
atiborrada de libros. Otro regalo inapreciable.
Como consecuencia de tales andanzas, el encuentro amistoso con
esos vecinos con quienes los saludos se prolongan más allá de los protocolarios
buenos días o buenas tardes, y que también consumen los días con los paseos y
quehaceres que les dicta su soberana voluntad. Charlas y hasta copas
compartidas sin la presión de las apariencias, el tiempo o las obligaciones
para intercambiar impresiones sobre lo banal y lo relevante, sin menoscabo del
intercambio de preocupaciones y expectativas. Una oportunidad para descubrir
que, a pesar de las diferencias que artificialmente nos separan, participamos
de una común ambición: luchar por vivir. El barrio, ahora, se llena de caras
amables y conversaciones espontáneas en vez de aquellos rostros de gestos
hostiles que expresan desconfianza y competitividad. Un regalo maravilloso.
Como el que me hicieron los compañeros del trabajo tras
sondear mis aficiones y con el que me sorprendieron hasta la emoción cuando
celebramos mi despedida laboral. Sólo entonces comprendí aquellas inquisiciones
sobre mis gustos y aquel afán cuasi detectivesco por mis gustos que yo
relacionaba con una curiosidad lindante con el cotilleo y la intromisión a mi
intimidad, sólo permitida a amigos entrañables con los que se comparten
secretos y confidencias. Gracias a ellos, la fotografía despreocupada, como mera
afición, se transforma ahora en un reto que exige dedicación, conocimientos y
dominio de una excelente e insospechada cámara semiprofesional, cuyo uso está
permanentemente unido al recuerdo de unos compañeros formidables e
inolvidables. Sólo con la intención, ya generaron en mí una deuda de gratitud
que nunca podré recompensar más que con mi amistad sincera. Un regalo
impagable.
Pero el mejor ha sido el proporcionado por mi familia,
siempre dispuesta a seguirme en mis nuevos derroteros, dispuesta a apoyar
nuevas iniciativas, siempre lista para acompañarme en nuevas aventuras, en
ayudarme a familiarizarme con mis nuevas rutinas y en sacar el máximo provecho a
todo el tiempo del que dispongo. Mis hijos y mi esposa, incluidas esas nietas
bellísimas, me brindan afectos no mediados por las costumbres, la tradición o
los lazos que nos obligan, sino por el corazón, donde nacen los sentimientos.
Ellos son, de todos, el regalo más valioso que me han traído los Reyes este
año, sin necesidad de aguardar al día de hoy. Me hacen sentir una persona
sumamente afortunada. Y eso que no creo en los reyes Magos.
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