Cuando parecía que la esperanza asomaba por lontananza en 2016, de la mano de una tibia recuperación que nos hacía creer que la crisis económica, esa que tanta austeridad injusta había impuesto a la mayoría de la población, sería la última de nuestras preocupaciones, se presenta, ahora, 2017 con más nubarrones en el horizonte que días soleados. Acabamos de despedir un año esperanzador para comenzar otro con más temores e incertidumbres, hasta el punto que 2017 es considerado ya un año inquietante, plagado de amenazas.
La más grande de esas amenazas la representa el presidente
electo de EE UU, Donald Trump, del que no se sabe lo que hará a partir del
próximo día 20, cuando tome posesión del cargo y sustituya a Barack Obama en la Casa Blanca. A tenor de sus
promesas electorales y del perfil de los miembros que ha seleccionado para
formar su equipo de Gobierno, los temores por lo que puede ser la peor
administración norteamericana aumentan sin cesar, sin que la confianza en que
la realidad imponga un inevitable pragmatismo amortigüe esa inquietud. Sólo
pensar que la mayor superpotencia del mundo esté en manos de un personaje
mediocre políticamente, impulsivo emocionalmente e irresponsable con la ley
(elude sus obligaciones con el fisco, ignora la legalidad internacional e
instrumentaliza la Justicia ),
pone los pelos de punta por el serio peligro que representa para la paz y el
orden mundial, incluidas las normas comerciales y los flujos económicos que
generan confianza en los mercados y estabilidad en los estados. El electo Trump
fue un candidato controvertido en un momento de inseguridades que será
presidente gracias, entre otras, a la “ayuda” prestada por una potencia
extranjera que se inmiscuyó e influyó en los resultados electorales, difundiendo
noticias falsas y realizando ataques cibernéticos que desacreditaron a su
principal oponente, la candidata demócrata Hillary Clinton, según han
denunciado los propios servicios de inteligencia norteamericanos en un reciente
informe. Ese extraño interés de Rusia por Trump y las increíbles declaraciones
de admiración del norteamericano hacia el líder moscovita no presagian nada
bueno ni para EE UU ni para el resto del mundo occidental de la órbita
norteamericana. La probable actuación de Donald Trump como elefante en una
chatarrería sería un espectáculo irrisorio si no existieran arsenales nucleares
al alcance de sus manos, con sólo apretar un botón en el maletín atómico.
De
entrada, antes incluso de tomar posesión, ya ha hecho todo lo posible por hundir
la economía de México, obligando a empresas automovilísticas norteamericanas a
retirar sus planes de expansión en aquel país so pena de tener que pagar grandes
impuestos a la importación, a pesar de los tratados de libre comercio
establecidos entre ambos países. Y haciendo lo imposible por construir ese muro
de las vergüenzas que se ha ofuscado en levantar a lo largo de toda la frontera
mexicana, ignorando incluso las recomendaciones de los agentes encargados de la
vigilancia y control fronterizos. Vuelven con Trump, en fin, los tiempos del
proteccionismo más rancio y del papanatismo ideológico más sectario e
irracional. Pero recomienda el ministro español de Asuntos Exteriores, Alfonso
Dastis, que “hay que darle a Trump una oportunidad y juzgarle después”. Juzgar
cuando ya no haya remedio del estropicio es una temeridad de la que quizás tengamos
que arrepentirnos. Y, tal como está el mundo, no parece que sea lo más sensato
correr este riesgo al que nos obligan los votantes norteamericanos. Pero, ¿cómo
conjurarlo?
Otro frente de inquietud y desgracias en 2017 es el que
provoca el terrorismo de extracción islamista, que sigue poniendo bombas
mientras es vencido en la guerra que libra la alianza entre Rusia, Estados
Unidos y otros países occidentales contra el ISIS en Siria, desalojando el
territorio que ocuparon los fanáticos yihadistas para implantar un supuesto
Estado Islámico. Guerra allí y aquí. Más de 3.000 personas inocentes fueron
asesinadas en atentados terroristas en todo el mundo en 2016. Pero 2017 arranca
manchado de sangre, desde el primer día, por obra y gracia de esos fanáticos
que perpetran actos de terror de manera arbitraria para extender la sensación
de inseguridad y miedo en nuestras sociedades. Turquía y Siria se llevan la
peor parte, con 39 muertos en el ataque a una discoteca en Estambul el mismo
día uno de enero, 13 muertos en Bagdad días más tarde, otros 48 en Alepo, 4 en
Jerusalem a causa del interminable conflicto que enfrenta a israelíes y
palestinos, 5 en Florida, donde un ciudadano norteamericano la emprende a tiros
en un aeropuerto por razones aún desconocidas, más de 40 muertos en otros
atentados en Bagdad, etc. La lista continúa creciendo aunque no llevamos ni dos
semanas del nuevo año. Crece aunque no hay razones, absolutamente ninguna razón,
para matar inocentes más que por la ceguera irracional y la demencia de los
fanáticos que empuñan las armas y ponen las bombas. Se siembra terror por el
terror, sin ningún motivo y sin un enemigo real al que culpar, a pesar de que
se esgrimen excusas religiosas, territoriales, políticas o culturales para
justificar lo injustificable, lo más inhumano y execrable que puede hacer el
hombre: matar por una idea. 2017 se presenta oscuro e inquietante para la paz y
tranquilidad mundial a causa del terrorismo, al que hay que vencer afianzando
nuestros valores, nuestras libertades y nuestras democracias.
En nuestro continente, aquí en Europa, asoman también negros
presagios para el proyecto de unidad y progreso compartido que comienza a ser
cuestionado por los propios países integrantes. Ha bastado una crisis económica
para que emergieran las diferencias entre los estados contribuyentes y los
receptores de ayudas, los recelos entre las regiones ricas y las pobres
consideradas un lastre para los que quieren avanzar con más velocidad. Ni
siquiera el espacio para la libre circulación de personas dentro de la Unión se ha respetado y se
llena de vallas y fronteras interiores en cuanto la presión migratoria de
nuestros vecinos puso en cuestión nuestros valores “progresistas”. 2017 aboca a
Europa a enfrentarse sin tener ningún plan al Brexit de un Reino Unido que ha decidido salirse y abandonar el
proyecto común, y a los desafíos que representan las elecciones generales de Holanda, Francia y
Alemania, aparte de las probables en Italia y España, países en los que existen
formaciones políticas dispuestas a exacerbar los brotes de euroescepticismo que
han surgido en esas sociedades para dar marcha atrás, en caso de ganar, al
proyecto de una Europa basada en la Unión Económica y Monetaria, a la que le falta una
unión fiscal y social.
Los populismos, las guerras en los estados vecinales y una
crisis económica que no acaba de superarse, mucho menos cuando los “vientos de
cola” de un petróleo barato y un dinero también barato parecen haber amainado,
ennegrecen el panorama de Europa en 2017, haciéndolo sumamente sombrío e
inquietante.
Nubarrones que también sobrevuelan España, al compartir las
amenazas europeas junto a los peligros propios, los generados por nuestros
problemas domésticos. Nada está asegurado y la inestabilidad política se
mantiene, a pesar de haberse constituido un Gobierno del Partido Popular tras
cerca de un año con el anterior en prórroga y sin poder adoptar ninguna
iniciativa nueva. Un Gobierno en minoría que ha de negociar cualquier
iniciativa con la oposición. Y un Gobierno que ha de ajustar el Presupuesto a
lo acordado con Bruselas, lo que obliga hacer recortes por valor de más de
5.000 millones de euros sobre unas cuentas que ya vienen sufriendo la poda de
austeridad en ejercicios anteriores y que ha tenido directa repercusión en la
provisión de unos servicios públicos sin capacidad para atender, en
condiciones, toda la demanda. Hay menos becas, menos profesores, menos médicos,
menos ayudas a la dependencia. Hay pérdida considerable del poder adquisitivo
en los salarios de los empleados públicos, en las pensiones, en las
prestaciones sociales, etc. Este año 2017, encima, hay que ajustar aún más el
gasto para cumplir con nuestros compromisos de déficit ante Bruselas. La tenue
“recuperación” de la que se jactan el Gobierno y sus voceros no servirá para
recuperar un trabajo de calidad, unos salarios dignos y reducir considerablemente
las tasas de paro. Continuarán la precariedad laboral y salarial y las
desigualdades sociales como precio a pagar por haber vivido por encima de
nuestras posibilidades, como si alguna vez hubiéramos vivido así. La educación
seguirá sin poder garantizar ni el trabajo ni el futuro vital, siendo el éxodo
laboral la mejor solución para conseguir vivir de lo que se ha estudiado. Y la
corrupción política y económica continuará ofreciendo muestras de hasta dónde
ha carcomido las estructuras institucionales, económicas, políticas y culturales
de nuestra sociedad, en la que sigue considerándose de tontos pagar impuestos,
pues los “listos” evaden y eluden todo lo que pueden.
Este año recién estrenado es verdaderamente inquietante.
Pero no todo es negativo, algunas cosas ofrecen cierta esperanza, aunque sean motivadas
por las circunstancias. El presidente del Gobierno se ha visto obligado a
revertir algunas de sus políticas si aspira a mantenerse en el cargo. Así, ya
no se impondrán las reválidas en la educación, no se cortará la luz a quienes
sufran “pobreza energética”, la Ley Mordaza
tiene los días contados, la reforma laboral parece que sufrirá una
contrarreforma, el salario mínimo es algo menos mínimo al subir un milagroso 8
por ciento, etc. Y la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría ha montado
oficina en Barcelona para abordar, al fin, el problema catalán. Son pequeños
destellos que alumbran el paisaje de tinieblas e inquietud de este año.
¿Persistirán durante mucho tiempo?
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