Este ambiente enrarecido es propio de la posmodernidad, de
esta época en que la frustración es consecuencia inevitable del fracaso de
aquel mundo racional que pretendíamos construir basado en el desarrollo
tecnológico, la supremacía de la ciencia y la bondad innata de nuestras iniciativas
y certezas. Con ellas pudimos superar el antiguo orden natural regido por Dios
para elaborar otro más humano, regido por el racionalismo, sin cabida para las
supersticiones o las creencias. Pero guerras mundiales, exterminio racial,
campos de concentración, bombas atómicas y demás demostraciones de la capacidad
humana para la destrucción y el odio nos arrancaron de ese mundo perfecto en el
que imperaban la razón y la ética, con su bagaje de derechos humanos,
libertades, respeto, justicia, progreso y bienestar. Pronto se destruyeron las
certezas absolutas, esas verdades que considerábamos coherentes con la
humanidad, con la realidad. Lo absoluto se hizo añicos y se fragmentó. Ya la
razón no era absoluta, ni suficiente, ninguna verdad era absoluta, sino
perspectivas fragmentadas, aspectos parciales de una realidad tan ecléctica
como las distintas versiones de una melodía.
La democracia, por ejemplo, dejó de ser un sistema casi perfecto,
justo y ecuánime en cuanto apareció la corrupción y la erosionó hasta extremos
inimaginables que abarcaron las más altas instancias y los escalones más
insignificantes: desde un Ayuntamiento hasta la
Casa Real , pasando por los partidos
políticos, los representantes de la soberanía popular y las instituciones. De
servir al pueblo, la democracia ha devenido instrumento al servicio de los
corruptos para su enriquecimiento personal. Desconfiamos de ella y de ello se
aprovechan unos y otros, sean casta o populistas, que manejan nuestra voluntad
a su antojo. También los mercados ningunean a la democracia en su pretensión, totalmente
conseguida, de ser la única razón que todo lo mueve, todo lo consigue, todo lo
compra. Los mercados dictan nuestras leyes, dictan nuestros deseos, dictan
nuestros comportamientos y eligen a nuestros gobernantes, sin estar sometidos a
ningún control y sin depender de ningún sufragio electoral. Es el poder del
dinero, la fuerza omnímoda del Capital. Él, y no nuestra voluntad, da forma,
conforma nuestras sociedades imponiendo sus reglas o sus condiciones, sin
discusión y sin rechazo.
En esta época posmoderna, los hechos objetivos han dejado de
ser incuestionables. Lo importante ahora es cómo los percibimos y, sobre todo,
la emoción que nos causan. La conmoción (lo que mueve a la emoción) como vehículo
para la formación de la opinión pública, fenómeno que explica el triunfo de un
hortera, ignorante y mentiroso en la Casa
Blanca. Trump es el máximo exponente de la política
posverdad. Se trata de un nuevo estadio de la verdad, el denominado como
posverdad, que arraiga en el presente y nos empuja a valorar las creencias más que
la objetividad incuestionable de los hechos fácticos. Ponderamos como relevante
la verdad sentida en vez de la verdad demostrada, revelada. Así, creemos que la
inmigración nos debilita y no aceptamos el hecho de que nos fortalece, ayuda y
enriquece. En este dominio de la posverdad, las ideas ya no tienen significados
precisos, sino que se prestan a una sinonimia de connotaciones múltiples que
amparan una cosa y su contraria. De ahí que ayudar a los trabajadores sea, de
manera simultánea, facilitar el despido barato y ofrecer un contrato temporal
miserablemente remunerado. O que la economía consista recortar derechos y
prestaciones. Incluso que la justicia social se base en la fiscalidad del
trabajo para que las rentas del capital apenas tributen, pobres crucificados a
impuestos para que los ricos se beneficien de amnistías fiscales y múltiples
exenciones a la medida.
Son tiempos, pues, de confusión para el común de la gente.
Tiempos de incredulidad, hartazgo y desilusión, que nos llevan a pasar de todo.,
pero extraordinariamente provechosos para esa minoría que se hace más rica
cuando a la mayoría la asfixia una crisis interminable. Tiempos en que los
poderosos acumulan prebendan y privilegios cuando las estrecheces y
dificultades castigan a los demás, reservándoles el empobrecimiento como único
destino. En una época así no es de extrañar que se esté de vuelta de todo. Es
un grado más de la posmodernidad que va más allá de la posverdad: es el
postodo. Un estado de ánimo social del que se muestra indiferente ante lo que
ocurre, una especie de anomia social surgida del desencanto, la apatía, la
frustración. Estamos inmersos en el postodo porque todo da lo mismo. Las
empresas van a lo suyo, los políticos luchan por sus poltronas, los sistemas de
auxilio han de ser “rentables”, el Estado ha de ahorrar “gastos” en
prestaciones y servicios, las ciudades son campos de batalla hostiles, los
desconocidos son sospechosos criminales y cualquier hecho o verdad que teníamos
por sólida es ahora interpretable o vacía de contenido. En un mundo así, donde
cualquier mequetrefe puede sentarse en el sillón más poderoso del planeta, es
más práctico, para evitar disgustos, pasar de todo, participar del postodo, la
posverdad y el posmodernismo. Total, siempre nos tocará pagar los platos rotos.
_________* Citado por Zygmunt Bauman en Tiempos líquidos, pág. 27.
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