En español, suena a día de luto, a día aciago en el que ha sucedido alguna desgracia, algún accidente o una calamidad. Pero expresado en inglés, un idioma que nos parece más elegante por ser el que impone la cultura dominante, resulta día novedoso para entregarse al consumismo, una jornada más que el “marketing” comercial introduce en nuestro calendario para empujarnos colectivamente a las tiendas para adquirir productos que, a lo mejor no necesitamos, pero nos atraen con el señuelo de una supuesta rebaja especial en su precio.
Se trata de otro día, este de hoy llamado Black
Friday, importado e introducido por la fuerza de la publicidad en nuestros
hábitos de consumo con la aquiescencia de nuestra tendencia a aceptar todo lo
foráneo, sobre todo si es anglosajón, como admirable y superior. Otro triunfo
del capitalismo más grosero y antiético, aquel que estimula un exacerbado afán
acaparador que genera pingües beneficios al comercio, y una derrota de los que
denostan ser conducidos como un rebaño de individuos cuyas consciencias están clausuradas, en expresión
de Cándido, a cuestionar la instrumentalización consumista de la que son
objeto. Un viernes negro en homenaje a la vulgaridad de este tiempo, como lo
describía Ortega y Gasset, cuando señalaba en La rebelión de las masas, que “el alma vulgar, sabiéndose vulgar,
tiene el denuedo de afirmar el derecho a la vulgaridad y lo impone
dondequiera”. Exacerbado, ese derecho es sumamente rentable y quienes lo
estimulan están frotándose hoy las manos.
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