Tomo prestado el título a Aldous Huxley para describir lo que ofrecen los populismos que afloran con éxito en los últimos tiempos. Populismos que emergen vigorosos cual setas después del chaparrón de una crisis económica que regó de incertidumbres el terreno e hizo germinar los miedos en nuestras cómodas y confortables sociedades. Entonan cantos de sirena que atraen al electorado con mensajes simples pero rotundos que prometen devolver al pueblo, a la gente, la felicidad que le han hurtado unas élites políticas, económicas o mercantiles, sin que nadie pudiera evitarlo. Y establecen en el discurso una disyuntiva fácil de entender pero tramposa: la existencia de dos bandos: ellos, los otros, las élites, los de “arriba”, malos de solemnidad; y nosotros, los gobernados, el pueblo, los de “abajo”, los buenos de verdad, entre los que se encuentran los populistas, naturalmente. Es un hábil discurso que delimita el campo de batalla y predispone a la acción. Hay que hacer algo para defendernos de “ellos”, de esa “casta” opresora, de esta vieja “política” de privilegios y corrupción que pisotea y exprime al pueblo. Pintado así el panorama, los adalides del populismo y sus acólitos pueden presentarse como salvadores providenciales que, escamoteando con una retórica incendiaria, antisistema y visceral su esencial vinculación con lo que dicen denostar, prometen cielo y tierra, el paraíso terrenal de un mundo feliz, con tal de acceder al poder que tanto cuestionan.
Los líderes e impulsores de estos movimientos nada
espontáneos establecen, así, claras diferencias entre los de “abajo” y los de “arriba”,
cuando en realidad ellos también pertenecen a estamentos tan elitistas y
distinguidos como contra los que, en teoría, se revelan. Profesores
universitarios, jóvenes emancipados con formación, patrimonio y relaciones de los
que se sirven para ganarse la vida dictando clases trufadas de proselitismo
político, asesorando gobiernos de discutible lealtad democrática y dándose a
conocer mediáticamente gracias a su dominio de las redes sociales. O bien, profesionales
liberales que no necesitan ejercer para dedicarse a porfiar el espacio político
a unas carcomidas formaciones tradicionales con las que comparten ideología y
modelo social. Hornadas de hambrientos cachorros capaces de comerse a su padre
político. Incluso, hasta controvertidos personajes multimillonarios, aburridos
de ganar dinero, que invierten en su propia campaña electoral para encabezar la
ira de los descontentos y castigados por un sistema que posibilita a estos
magnates hacer de heréticos libertadores, dispuestos a “limpiar” de mugre el establishment al que se incorporan con
gusto y ganas, aunque no tengan ni experiencia ni proyecto coherente que avalen
sus pretensiones. En definitiva, en esta diatriba de “ellos” contra “nosotros”
cabe de todo, a condición de que se condimente adecuadamente con oportunas dosis
de nacionalismo xenófobo y vindicaciones a los que son atacados injustamente, con
apelaciones constantes al sufrido pueblo. Estas son las caretas con las que se
presenta, hasta el momento, el populismo en los países en que ha hecho
aparición para quedarse.
No son torpes ni espontáneos, como decimos, sino
extremadamente listos para aprovechar las circunstancias favorables de cierta
inestabilidad y general descontento. Hacen un diagnóstico muy acertado de la
realidad e identifican con precisión los problemas o amenazas que la aquejan,
pero ofrecen soluciones o bien alejadas de las posibilidades reales del país, o
bien basadas en un proteccionismo, económico, cultural o étnico, demagógico y
en ocasiones ultramontano. Surgen en momentos como los actuales, caracterizados
por la desconfianza y las incertidumbres, abanderando soluciones simplistas para
problemas complejos que acogotan a los ciudadanos hasta el extremo de hacerles
preferir charlatanes antes que a una política que se limita a prometer lo
posible, no a ofrecer lo imposible.
Ejemplo de ello es Donald Trump, un imprevisible
paternalista ambicioso que acaba de conquistar la
Casa Blanca de Estados Unidos, aupado en la
frustración de los vapuleados por la globalización comercial, que desubica
industrias y genera desempleo, y en los recelosos a un mestizaje de la
población, que poco a poco va perdiendo la supremacía caucásica, en un país con
graves problemas raciales. Como es natural, culpan de tales males al sistema
establecido y al establishment que lo
habita, sea el de Washington como el de Madrid, París, Roma, Bruselas o
Londres. Trump es, simplemente, el último en llegar pero el más poderoso representante
de ese populismo rampante y triunfante, capaz de prometer medidas que, no por
no trasnochadas o exageradas, son menos preocupantes y peligrosas, aunque
muchas de ellas ya se apliquen desde hace tiempo en otros lares, incluso en
nuestro país.
Porque España, si quisiera, podría asesorar, por ejemplo, al
presidente electo de EE.UU. sobre la manera de levantar muros con concertinas
que dificultan cruelmente la inmigración ilegal, pero no la impiden totalmente.
Hasta el expresidente Aznar, gran admirador de la firmeza bélica para tratar
conflictos globales, podría aconsejarle cómo repatriar inmigrantes, previamente
sedados, a sus lugares de procedencia, resolviendo un problema, y punto, como
gustaba sentenciar cuando se veía forzado a dar explicaciones. Ese muro que prometió Trump para
impermeabilizar la frontera con México ya se ha levantado en muchos otros
lugares sin que consiga detener a los que huyen de la miseria, el hambre o las
guerras. Ya ha demostrado que no es la mejor solución, aunque sirva para ganar
votos.
Sólo es útil para exacerbar los miedos y el odio al “otro”,
al extranjero, al inmigrante a quien se culpabiliza de los problemas que no
sabemos resolver, de considerarlos delincuentes, narcotraficantes, violadores,
terroristas o, cuando menos, de quitarnos el trabajo y denigrar nuestros
barrios y ciudades. Un muro que incuba la xenofobia porque conviene al
populismo demagógico, aquel que manipula las emociones y enturbia la
convivencia pacífica y ordenada, respetuosa de la diversidad.
Con ese caldo de cultivo triunfa, también, el insospechado “Brexit”
británico para abandonar la Unión Europea
y cerrar esa puerta a la inmigración de… ¡europeos! Los populistas del “out”
del Reino Unido supieron combinar con habilidad el rechazo al “otro”, aunque
sea blanco y cristiano como ellos, para prometer la recuperación de una
mancillada independencia y las cuotas de soberanía nacional cedidas a Bruselas.
Una solución sencilla –bastaba un referéndum- pero drástica, como las que
promueven los populismos de toda laya, cuyas consecuencias están por ver y
dejan dividido al país. Ese mundo feliz que prometían los populistas británicos
no resulta ser un paraíso de felicidad, sino un infierno de problemas agravados
por una decisión motivada por las emociones, los miedos, y no sopesada
racionalmente.
Por eso, tanto en Inglaterra como en Francia, Austria,
Alemania y otros países, también aquí, cómo no, en España, soplan vientos de
populismo, gente experta en pescar en río revuelto para asegurarnos un mundo
feliz y edulcorado, donde se solventarían todos nuestros problemas de un
plumazo. Para ello basta con romper con lo establecido, con la política
tradicional, olvidar las ideologías y superar una democracia imperfecta hecha a
medida de una “casta” política profesional, y desconfiar de los otros, de las
élites y los diferentes. Tenemos que aislarnos, asegurar lo “nuestro”, expulsar
a la vieja política de las poltronas y cambiar sus caducas instituciones y su
orden. Sólo los populistas saben cómo devolvernos la felicidad que nos han
arrebatado el establishment, la
globalización y los inmigrantes. ¡Y nos lo creemos!
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