No ha hecho más que arrancar oficialmente la campaña electoral y la sensación de hartazgo es ya insoportable: políticos hasta en la sopa que nos persiguen todo el santo día. No hay programa de televisión en que no aparezcan. Sólo les faltan los documentales, junto a otros animales que forman plagas. Llevamos en “campaña” más de 365 días y, si me apuran, toda la legislatura. Sufrimos un empacho de políticos, todos contra todos, que hacen que, a estas alturas del año, esta última (por ahora) convocatoria a las urnas en España (la cuarta vez) se viva y se sienta como una insufrible saturación electoral. ¿Acabará alguna vez este martirio?
Y es que, desde hace ya muchas semanas, los candidatos a
estas elecciones generales están en “precampaña” atormentándonos a base de
consignas, anuncios, mensajes, advertencias, denuncias, reformas, promesas, prioridades
y demás palabrarerías que llevan a la confusión al más centrado. No se puede
estar meses y meses, por prensa, radio, televisión e Internet, intentando
convencer a los ciudadanos de lo que harán cuando consigan su confianza y de
que todos los males son debidos al contrario, enemigo o adversario, gobierne o
esté en la oposición, o en ninguna de esas situaciones.
Al principio, lo reconozco, hubo cierta expectación por la
novedad de las formaciones emergentes que recogieron la indignación popular y
las protestas que se corporeizaron en las calles durante el 15M. Podemos, el “partido-globo” de Pablo
Iglesias (lo mismo se hincha que se vacía) supuso en las elecciones europeas y
municipales toda una esperanza de regeneración en los usos y costumbres de la
política habitual de este país. Su imagen informal, sus melenas y piercing y su
alergia a las corbatas parecían traer un aire fresco a las instituciones, pero
pronto sucumbieron a lo “posible” y posibilitaron o negaron acuerdos en
aquellas parcelas del poder donde perdieron la virginidad de gobernar, al
“negociar” la realidad con pragmatismo calculado. Hasta sus promesas
electorales tuvieron que adecuarse y “diluirse” en lo tangible e inmediato: ya
no aspiran a una nueva Constitución, sino su reforma. Eso rebaja sus
expectativas y timbran sus palabras con el soniquete del “bla,bla,bla” que aburre
al más entregado.
Con Ciudadanos,
aparentemente en la cresta de la ola, sucede algo similar, pero aún más confuso
y con mayor sensación de desconfianza. No porque sean originariamente
catalanes, que también, donde nacieron para hacer política españolista, sino
porque si existe posibilidad para un partido bisagra será, con seguridad, con
éste, máxime tras la desaparición fulminante de UPyD. No hay más que ver cómo
se han comportado en Andalucía y Madrid, apoyando derechas e izquierdas. Los
fans -porque ya no hay seguidores ni militantes sino fans- de Albert Rivera
parecen seducidos por su imagen limpia, moderna y modosita, como si fuera el
último artilugio que la propaganda exhibe en electrónica o telefonía. Es decir,
lo consumen porque es lo último en el mercado del voto, sin importar programa,
lo que represente o prometa. Es un líder joven que, aunque tiene sus tics,
habla bien y comunica cosas razonables, si no se para uno a analizar en
detalle. Está atrayendo a todos los desencantados a diestra y siniestra.
Pero si hay una formación que da pena es Izquierda Unida, tan desunida como
siempre e inventándose nueva marca para no cambiar de perro y mantener el
comunismo donde siempre estuvo: en los ámbitos minoritarios de esos iluminados
que, con sus profesías del fin del capitalismo y la redención de los pobres, son
desoídos por aquel y estos. El pobre Alberto Garzón, el más joven de cuantos
participan en este torneo de charlatanes, anda advirtiendo donde quieran
escucharlo acerca de los falsos predicadores de la nueva buena y de que la
palabra verdadera es la suya, la que nos traerá el reino de los trabajadores a
este mundo, junto al de los ecologistas, la igualdad de género y los
pensionistas. Ya ni lo invitan a las tertulias en aplicación de una injusta
previsión-representación electoral, tan atenta a la “rentabilidad” (de
espectadores o publicidad) de cualquier producto audiovisual, inclusive los
electorales.
En medio de este maremagnum
ideológico y propagandístico, los pilares del bipartidismo, tan vilipendiado,
siguen en pie y soportando, aún, el peso de la política nacional, aunque den
muestras de cierto deterioro y cochambre. PP
y PSOE se enfrentan a la enésima
batalla por el timón de España y sólo buscan que sus afines no los abandonen
para repartirse la defensa de la Constitución , la gobernabilidad del Estado y las
subvenciones públicas. Dicen que el rey, bien, gracias, e insisten, desde hace
décadas, en ser los adalides del “cambio” cuando lo único que hacen cambiar son
las manos que meten en la caja de los dineros de todos, bien para llevárselo
calentito o bien para despilfarrarlo de manera insensata. Un rostro viejo, tan
viejo que nunca se le ha conocido otra “profesión”, y otro recién llegado pero
con idéntica ambición, ponen su careto en los carteles electorales que cuelgan
de las farolas y en las vallas publicitarias. Eslóganes manidos subrayan una
inútil estrategia por atraer la mirada de los viandantes camino de la oficina
del paro o del empleo precario. Prometen lo que nunca han cumplido y aseguran
lo que ignoran o desprecian. Se necesitan el uno al otro y, entre ambos, buscan
guardar el equilibrio que les permite un apoyo popular mayoritario para seguir
mangoneando alternativamente en nuestro nombre. Están, en esta postrera
confrontación electoral del año, nerviosos con los nuevos comensales de la
tarta política porque tocará a menos, con toda y demoscópica probabilidad. Y
visiblemente cansados, porque tantas citas con las urnas, tantos paseos por los
arrabales de España, tantos mítines para gritar obviedades y frases de
argumentario, tantos debates con quienes se presten a ello y tanto esfuerzo
físico, aunque sea en coche oficial y aviones privados, agota. Y se les nota.
Pero más se nota en el ciudadano que soporta a unos y a
otros. A todos. El votante y el abstencionista están hartos de los cantos de sirena
y de las demostraciones de que la economía está en fase de recuperación, cuando
lo que perciben a su alrededor es más pobreza, más desigualdades, más
precariedad y más desprotección. Hartos de oír que la prioridad es el empleo y
los jóvenes, cuando ni hay empleo de calidad o estable y la juventud que puede
emigra en avalancha a otros países en busca de lo que aquí se le niega:
trabajo. Los parados están cansados de ser dígitos en una estadística que sólo
sirve para escamotear su realidad y sus penurias, no para conseguir alguna
prestación o una posibilidad de empleo. Los jubilados, esos por los que todos
se preocupan porque sobreviven demasiado, no sólo pierden cada año poder
adquisitivo, sino que andan asustados porque la “sostenibilidad” del sistema no
garantiza sus pensiones, en clara alusión a quienes tienen un pie entre las
clases pasivas para que vayan contratando un adicional plan privado de ahorro.
Hasta los funcionarios, históricos parásitos que se pasan la vida entera
chupando la sangre de los españoles en juzgados, hospitales, escuelas y
comisarías a costa del erario público, están divididos entre quienes les
recortan salarios y derechos y los que todavía aseguran que es posible
adelgazar aún más la administración para corregir nuestro abultado déficit. Están
hartos de ser la cara del “déficit”. Entre pobreza energética, pobreza laboral,
pobreza salarial y pobreza moral, la gente no presta atención a los que
diagnostican sus problemas pero no acaban de darles solución. La ciudadanía está
saturada de falsas promesas e inútiles esperanzas. Un año electoral da para
mucho, hasta para el hartazgo de palabras vacías y vanas intenciones. Está hastiada
con esta eterna campaña electoral para nada, para que todo siga igual. Los
pobres, pobres, y los ricos, ricos. Y está deseando que todo acabe de una vez,
aunque en Cataluña parecen decididos a continuar dando la lata, ahora que ya no
es ETA la que nos sobresalta.
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